El
huésped indeseable
La inmaculada
página que ahora tengo ante mí
no ha de mancharse con mi verdadero
nombre.
Edgar Allan Poe
Expediente
inicial
Cuando se quedó sin nombre eso no le importó; el
suyo pertenecía a un pasado incierto que no quería identificar ni evocar. Sólo
el remoto recuerdo de un mar tumultuoso lo asaltaba ocasionalmente en los
sueños de su estrecha habitación. Su nombre verdadero fue sustituido por la
designación jerárquica del oficio que había ejercido en otros tiempos. Desde
entonces, lo llamaban con el apelativo de “El Comisario”, inclusive, quienes
llegaron a intimar en el ámbito de su más discreta soledad: algún amigo, una
extraña mujer.
Acostumbrado a la denominación impersonal, nunca
pareció perturbarse ante un llamado inesperado; porque, en el fondo, aceptar
esa forma de ser nombrado borraba buena parte de su más secreto e inconfesable
pasado, aunque eso lo proveía de un tenso control interior que terminó por
repercutir en las horas reducidas de su sueño.
Jubilado, se condenó a vivir en la habitación de un
hotel de deprimida categoría. Lo hizo no sólo porque carecía de recursos
económicos para alquilar una casa o un cómodo apartamento, sino porque un lugar
así le resultaba ideal para entregarse a nocturnas y curiosas investigaciones detectivescas,
vinculadas todas ellas a casos no resueltos por él mismo cuando trabajó como
detective adscrito a la Policía Técnica Judicial.
En su monástico retiro, aquel hombre revisaba por
las noches, con acucioso interés de noctámbulo y a la luz infatigable de una
linterna, las copias de los expedientes sustraídos secretamente de los archivos
del mencionado organismo; en un buen número, éstos se convirtieron para su
experiencia de destacadísimo sabueso, en verdaderos rompecabezas que en el
presente pretendía resolver sin la compulsión de aquellos días atareados por
las presiones de su jefe más inmediato.
Si bien el funcionario policial había escogido la
tarea de su anterior oficio para enfrentar el insomnio que lo agobiaba a sus
sesenta años y tratar de superar así la violencia con la cual se le acusó para
aquel entonces, igualmente, la resolución de complicados hechos delictivos en
tensas representaciones mentales, le deparaba a su añeja y obstinada voluntad
un placer infinito e insustituible.
Para ensayar sus secretas investigaciones
detectivescas, el Comisario reprodujo, con el virtuosismo de un miniaturista,
la ciudad de su estancia anterior. Guiado por su memoria de ardoroso pesquisa y
de experto elaborador de retratos hablados, esculpió en cera metalizada la
presencia de cada uno de sus habitantes, con sus características particulares y
sus rostros más singulares. Llegó a anular el tiempo delineando los pies de un
mendigo, tejiendo las ramificaciones venosas de una oreja, bordando el
sentimiento fatal de un solitario; para después activar sus nuevas vidas, con
un pequeño motorcito manejado a control remoto por él mismo.
Con ayuda del mapa turístico de la ciudad, logró
construir avenidas, calles, fachadas, zaguanes y recovecos ocultos. La
fascinante y diminuta metrópolis la rodeó de verdes montañas y nevados picos,
atravesándola con la línea ondulante de un río. Un par de puentes delimitaban
la unión y la separación de los dos más importantes territorios de esa urbe. El
Comisario pensó que la ciudad bien podría llamarse Budapest, y el río, Danubio
Azul. En ese instante, su boca lo recriminó con un seco comentario.
—Tonto, imagina sólo hasta donde puedas.
Desde una pequeña tramoya, simuló los cambios del
tiempo que la allanaban con frecuencia. A veces, sol incandescente, algodonadas
nubes, lluvia lenta y torrencial; otras, neblina tenue y espesa, noche de luna
y estrellas.
En esa infinita nocturnidad del recomponer y el
hacer, donde sólo se puede escuchar la música del silencio, el marco de la
ventana abierta parecía el ojo de un espía que seguía con ardiente interés su
tesonera y misteriosa labor de reconcentrado insomne.
A cada edificio, casa, iglesia, cuartel, academia,
universidad, le dotó de un sistema de iluminación apropiado para ambientar el
descubrimiento de las causas y motivos de los hechos delictivos de su
apasionado y fervoroso interés. Finalmente, instaló un pequeño ventilador, el
cual se ocupaba de esparcir con sus aspas, olores y aromas que se concentraban
a menudo en el ambiente diario y nocturno de la ciudad concebida. Y así, cuando
el camión del aseo urbano pasaba recogiendo los tambores de la basura, los
muñequitos de cera se tapaban las narices o se alejaban presurosos huyendo del
mal olor.
Cuando el Comisario hubo terminado su labor de arquitecto,
ingeniero y escultor, comprendió por qué Dios se había sentido feliz en los
primeros siete días de la creación del mundo.
En la séptima noche, culminando su apasionante
actividad artesanal junto al llanto cerrado de un aguacero, el Comisario descubrió
involuntariamente su rostro tallado en el espejo cuarteado del escaparate.
Tenía tiempo que no se miraba y miró los trazos de su cara como se puede mirar
a un ser desconocido que se instala inesperadamente frente a los ojos.
Fatigado, dejó correr su mano por los surcos de los años y no lo pudo creer: la
edad desconocía al ser que verdaderamente era. Le pareció increíble cómo el
tiempo desvanece los rasgos amados de la identidad más querida. Ante ese lago
desconocido de su reflejo, se aferró al enigma de una presumible esencia. Lo
más estimado de sí mismo: la nada de ser.
Derramando la mirada sobre el cristal de la
repetición, recapituló, en una intensa y fugaz reflexión, su accidentada
existencia. A su edad, la propia vida no tenía la relevancia asignada por la
efímera juventud. Consideró a su pasado como demasiado vanidoso. Lamentó
haberse aferrado a tantas parcelas, materiales y afectivas, sin ninguna
significación para el efluvio del ahora. Del techo comenzó a caer el fino polvo
del encierro, motivándole la ligera sensación de diluirse frente a su propio
reflejo. Consideró que una muerte así tendría un valor inestimable para una
vida como la suya, lejana de la corrupción del cuerpo. Sobre todo del alma, al
transmutarse aquél en gusano.
El Comisario se dispuso a fraguar un mundo que
rivalizara con el pasado suyo. Con ese pasado de sus amargos desatinos.
Entonces giró lentamente la cabeza y produjo una hendidura en el espacio. Sus
abultados ojos volvieron a mirar hacia la pequeña ciudad. Sin pensarlo, sus labios
se entreabrieron y murmuraron un dictamen que él mismo no llegó a oír.
El
ángel pecoso
Cortó el tallo de la rosa y sintió que había cortado
un dedo perverso. La rosa cayó sobre la tierra negra y húmeda. Su mano la
recogió presurosa. Se levantó y miró hacia los lados. No había nadie y guardó
la tijera y la rosa en un bolsillo de su pantalón. Sus zapatos blancos cruzaron
el fuerte aroma del jardín y se detuvieron ante la puerta del edificio.
Acezante, vio a través del cristal a una muchacha pecosa, arrodillada: pulía
con un trapo los cuadritos de porcelana del piso. Maravillada, se apresuró con
la llave, abrió la puerta y entró a la planta baja.
—Buenos días –dijo con voz grave, mientras su
corazón aceleraba sus palpitaciones.
La muchacha dejó de limpiar y giró su cabeza.
—Buenos días –y se ruborizó ante la figura.
—¿Cómo te llamas? –murmuró acercándose como una
sombra espesa.
—Rosa, señora.
La mujer se estremeció y sus dedos ocultos
acariciaron la rosa en el fondo del bolsillo.
—No me llames señora. Mi nombre es Alba.
Rosa sonrió tímidamente y bajó la cabeza sin poder
resistir la mirada acuciosa que la acorralaba. Con el trapo, estrujó el sexto
dedo que colgaba inútilmente de su mano derecha.
—Perdone, pero mi madre me ordenó que tratara de
Usted a los inquilinos del edificio.
En ese momento, el espacio fue inundado por una
tercera presencia, una gorda, con una verruga de pelos en la nariz, salió por
la puerta de la conserjería y se instaló como un muro entre la muchacha y la
mujer.
—Buenos días, ¿usted es la conserje? –intervino
Alba, derrumbando el silencio.
—Sí, a la orden. ¿Se le ofrece algo?...-–terminó de
interrogar la conserje con un olor a cebolla frita.
—Nada... –Alba dejó flotar las cuatro letras y la
conserje las siguió con los botones de sus ojos, luego bajó la mirada hasta el
nivel de la muchacha que parecía hundirse en el piso.
—Bueno, sí. Necesito que alguien lave, planche y
limpie en mi pent house, por lo menos dos veces por semana. Estoy tan ocupada
que no me da tiempo de hacerlo yo.
Alba dejó galopar su lengua con tal rapidez y
justificación que después, ella misma, se asombró del plan que su propio
inconsciente había comenzado a elaborar en aquella mañana del domingo.
—... mi hija Rosa podría. Ella es muy hacendosa
–articuló la conserje señalando a su hija.
Alba no pudo creer el ofrecimiento que le hacían y
depositó otra mirada en la figura de la muchacha. Esta se ruborizó por segunda
vez.
—Me parece muy bien. ¿Cuándo pudiera ir?
—Ahora mismo si quiere.
—Bueno, que pase cuando se desocupe... yo le
explicaré lo que hay que hacer y cómo tiene que hacerlo.
—Como usted mande, señora –agregó la conserje
servicialmente.
—Bien, la espero –dijo Alba complacida y se dispuso
a subir la escalera.
—Sea bienvenida a nuestro edificio, señora. Estamos
para servirle.
Alba no respondió a la bienvenida que le daba la
conserje (no la oyó) y se fue canturreando una canción. Rosa y la conserje
vieron alejarse a la mujer por la oscura escalera del edificio. Iba vestida con
pantalones cortos, zapatos de tenis y una franela de algodón. Una cabellera
azabache caía sobre su espalda y unas gotas de sudor rodaban por sus largas
piernas morenas.
—Rosa, ya sabes, cuando termines, sube a ver qué es
lo quiere que hagas...
—Sí, mamá...
—No le des mucha confianza. Acuérdate de lo que te
dije.
—Sí, mamá...
—Le dices que el pago lo discutirá después
conmigo...
—Sí, mamá...
Rosa continuó limpiando y borró las huellas de barro
que dejaron los zapatos de la mujer. Lo hizo sin oír y respondió como una
autómata a cada indicación de su madre. En su labor, tragó saliva y su rostro
se llenó de sudor como cuando la desvelaban los sueños húmedos. La debilidad
cortó sus muñecas y una especie de mareo nubló su mirada. No entendía por qué
se había turbado ante la nueva inquilina. “¿Serían las pecas?... ¿El dedo? Me
apenan tanto”. Rosa tampoco comprendió por qué se sintió atraída hacia la
mujer. Sabía que vivía en el edificio, aunque nunca antes la había visto,
menos, haberse topado con ella. La vez pasada, su madre le contó que una mujer
sola, sin hijos ni marido, se había instalado en el pent house del último piso,
y que de las mujeres solas tenía que tener mucho cuidado.
—¿Qué te pasa? –preguntó la conserje ante el
repentino semblante de su hija.
—Nada, mamá –respondió Rosa intentando apartar la
nube blanca que se había posado en su mirada.
—Estás pálida...
A ver, párate y ven.
Rosa se levantó y la conserje vio que un hilo de
sangre descendía por una pierna de su hija.
—¡Santo Dios, eres mujer!... –exclamó la conserje y
de inmediato introdujo a la muchacha en el apartamento como si fuera una
enferma grave.
La conserje acostó a la adolescente sobre dos
almohadas grandes y se dispuso a levantarle la falda con urgente socorro. La
muchacha quiso resistirse bajando a su vez el vestido y su madre insistió de
manera doctoral. Rosa cerró fuertemente los ojos y sintió cómo le quitaban su
pantaleta. Su mente recordó esa acción, pero realizada por las manos de un ser
sin rostro que habitaba en sus sueños nocturnos. La conserje le limpió la
sangre y le frotó el vientre con una loción de ramas mentoladas, aconsejándole
que se quejara porque el dolor cada mes aparecería. Sin embargo, Rosa no se
quejaba ante la insistencia de su madre. En realidad, no sentía ningún dolor.
Entonces, la
conserje sacó varias toallas sanitarias y comenzó a explicarle cómo había de
ponérselas. La muchacha se apenaba ante la representación explicativa de su
madre. Trataba de ocultar su cara con uno de sus brazos. Amenazante y
supersticiosa, su madre le contó una historia fantástica, donde una tribu de
indígenas ataban de pies y manos a las mujeres que menstruaban, para luego
quemarles sus partes con un tizón al rojo vivo, porque se creía que habían sido
heridas por los demonios de un volcán en erupción.
—Fue tal la costumbre en esa tribu que se
extinguieron los hombres, y las mujeres quedaron solas, sin hijos ni maridos
–concluyó la conserje.
Cuando sonó el teléfono y la conserje fue a la sala
a tomarlo, Rosa oyó cómo su madre le contaba a su única amiga lo que a ella le
ocurría. En ese instante, Rosa odió a su progenitora y se levantó de la cama.
Le pasó el seguro a la puerta y se derrumbó en un llanto impotente. De
improviso, dejó de llorar y abrió la gaveta de la mesita de noche. Sacó un
espejo y levantó su falda. Lo que vio fue una araña tejida en un bordado rojo.
La conserje salió al jardín del edificio y cuando
recogía unas hojas de geranio, con la intención de prepararle una infusión a su
hija, notó que una rosa había desaparecido. Se acercó y revisó el tallo
mutilado de la planta. Luego miró la huella de un zapato y lanzó una maldición.
Alba miró flotar un pétalo de la rosa en el agua de
la bañera. Se movió despacio y el movimiento hizo que el pétalo navegara hasta
detenerse en la desnudez de su hombro. Alba inclinó su rostro y besó el detalle
furtivo que la adornaba. Hundió su cabeza en el agua tibia y después se asomó a
la superficie como una luna negra, sonriendo como ante una deseada compañía.
Con el agua en el borde de los labios, sacó violentamente la lengua y
transportó al pétalo a la cavidad ociosa de su boca.
Un timbre espió la ceremonia y del agua emergió un
pie tejido de venas. Alba lo introdujo con prontitud en una sandalia bordada en
plumas amarillas. Tomó un paño y se lo amarró por debajo de los brazos.
Emocionada, salió del baño a toda prisa. Atravesó su alcoba y corrió por el
pasillo de madera pulida. Sin mirar por el ojo mágico, abrió la puerta de la
sala con los ojos cerrados.
—Disculpe que la moleste, señora, pero mi hija no
podrá venir... Alba no lo quiso creer y abrió los ojos. Una gota de agua
descendió hasta una de sus pupilas.
—¿Qué le pasó?
—Tuvo un malestar... Usted sabe... acaba de llegarle
su primera menstruación.
—Qué lástima.
—¿Por qué dice eso, señora?
Alba colocó una mano en su boca buscando castigar la
imprudencia de su respuesta.
—Por… por lo incómodo.
—Ah...
La conserje rastreó con la mirada hacia el interior
del penthouse. En la mesa de la sala había un envase transparente, lleno de
agua. En él, nadaba la rosa decapitada del jardín.
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