Opiniones críticas sobre la obra de Edilio Peña





OPINIONES CRITICAS SOBRE LA OBRA  DE EDILIO PEÑA
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Muy interesante la obra de Peña, no solamente por el enfoque a fondo de aspectos sociales y psicológicos de la realidad del pueblo venezolano, sino porque, podríamos decir simplificando un tanto, no es una obra europea. Esto para nosotros, españoles, es comprensible porque nosotros tampoco hemos llegado nunca a ser totalmente europeos. Nosotros tenemos en nuestra cultura, desde un Goya hasta un Valle Inclán, y quizás por eso seamos más aptos para apreciar una obra como la de Peña que pone de relieve el misterio y los elementos mágicos de una realidad, lo que lo emparenta con esa corriente española que acabo de citar. Es indudablemente una obra muy auténtica y estimable.

Antonio Buero Vallejo.
( 1977 )

Dramaturgo y escritor Español. Premio Miguel de Cervantes.

Los Pájaros se Van con la muerte me sorprendió muy agradablemente por lo que tiene de raíces propias, por poner de pie problemas de la realidad venezolana con una autenticidad total. Considero importante la obra de Peña por lo que significa como proyección del teatro venezolano o si se quiere, nuestro y sudamericano.

Lauro Olmos.
( 1977 )

Dramaturgo Español.

 Los Pájaros se van con la muerte... es un espectáculo formidable, lleno de fuerza y de interés. Conociendo como conozco yo un poco la realidad cultural venezolana y lo que juegan en esa realidad las supersticiones de diversos tipos, este es un teatro que ve esos fenómenos desde dentro en vez de ponerse a expresarlo desde fuera, con una manera de embarcar al espectador en el problema para que sienta hasta donde éste es alienante.

José Monleón.
( 1977 )

Ensayista y crítico teatral.
Director de la Revista Primer Acto.


Los Pájaros se van con la muerte es un texto teatral tenso, teatralmente perfecto. Yo había visto lo que era una especie de alumbramiento del teatro venezolano y ahora asisto a lo que es su verdadera consagración. Nunca pensé que en tres años esa especie de superabundancia vegetal iba a florecer y dar una cosecha tan sorprendentemente buena como la que he visto.

Antonio Gala.
( 1977 )

Novelista y dramaturgo Español.

Estaba yo bastante defraudado cuando tuve la sorpresa de ver una pieza, que aquí pasó casi inadvertida, de un muchacho de dieciocho años, en la que no aparecía ninguna  ametralladora, nunca se dijo que el imperialismo norteamericano era muy malo y, sin embargo, era profundamente antiimperialista y profundamente venezolana. Esa obra es “ Resistencia “, de Peña. Creo que esta sorpresa ante la obra de Peña, por lo que al teatro latinoamericano se refiere, es comparable a la que tuve hace años ante “ La noche de los Asesinos “, del cubano José Triana. Se dijo entonces que la pieza no era política ; pero, con el tiempo, nos hemos dado cuenta de que sí lo era. Porque el poeta, cuando escribe, no quiere ser un hombre político, quiere ser solamente un poeta. Y cuando digo que esperaba una sorpresa en Caracas, es porque creo que el mejor teatro del mundo es hoy latinoamericano.

Fernando Arrabal.
( 1973 )

Dramaturgo y novelista Español.

Una maleta pintada, algunas cajas, una mesa, una silla, un maniquí : del teatro pobre que dos lámparas refinadas y dos soberbias comediantes transfiguran. Los Pájaros se van con la muerte, del venezolano Edilio Peña, tienen por lo tanto el vuelo laborioso. En un rancho de Caracas, una madre angustiada por el recuerdo de su esposo muerto en brazos de otra, obliga a su hija a encarnar el papel del desaparecido ;  se adivina rápido que la pieza deriva hacia lo ceremonial sadomasoquista al estilo de Las Criadas, de Genet. ¡ Eso es ! Si alguna vez, Peña se acerca a Jean Genet, en lo más frecuente de ese acercamiento, navega cerca de los rincones del Gran Guiñol. El ritual, a pesar de su redundancia, se desinflaría rápido si no estuviese sostenido por Josee Lefebre y Sarah Sandre, quienes, solas, merecen el regreso a este pequeño teatro ; su compromiso físico, salvaje,, alucinante, da a la pieza una densidad negra. Un fuego de antracita que haría incandescente lo que en el fondo no es más que un melodrama entre candelabros. 
L, Express de París.
( 1986 )

El infierno ruge seguramente en el corazón de esta loca, en otro tiempo maltratada por un marido que no es ahora más que un fantasma y al cual ella maldice todavía por haberla engañado y abandonado. Pensamos en la ferocidad de Medea ante un ritual nocturno donde el horror es celebrado hasta su punto máximo, donde la sangre se escapa de la herida con una pasión salvaje, lo cual sólo nos lo proporciona, en el teatro o fuera de él, aquellos condenados que todavía están a la espera de la sentencia final, cayendo sobre ellos la prisión, más allá de la cual el sol, la luz de los hombres ya se disipa, se desvanece, como el soplo de un viento pasajeramente cruel, del cual ellos se alejan para no tener que sufrirlo más. Entonces, esta loca insaciable secuestra en un rancho de un barrio de la América Latina, a la hija que le viene de ese monstruo hoy más que nunca desdentado. Vacilamos ante Josee Lefevre como una Anna Magnani y Sarah Sandre, “ su hija ” una especie de Silvana Mangano que está a la altura del extravío. Ninguna esperanza para ella de escaparse de su noche ; es golpeada, es obligada incluso, delante de la estatua de una virgen impía, a volverse el hombre execrado, a tomar para sí las abominaciones del criminal. Se le castiga al criminal castigándola a ella. ¿ La continuación ? Ustedes la pueden adivinar : la alucinación creciente, la densidad de la penumbra amorosamente cincelada por la puesta en escena, sombría y barroca, de André Cazalá. Posesión y delirio. Pobreza y fiebre. Pieza dura de la cual brota lo venenoso. ¿ Y cómo festejar o concluir la muerte del padre ( que nunca lo estará suficientemente ), sino asesinándolo de nuevo a través de su hija ?. Tan profundo y tan ardiente es aquí el sufrimiento, infligido y sentido, que nos resignamos a perder de vista la atrocidad de amar.

Quotidien de París.
(1986 )

El Chingo, es pues, una maravillosa obra sobre el trasvestismo psicológico y físico de dos hombres, un par de seres destruidos por sus respectivos y dolorosos pasados y angustiosos presentes, dos seres que aceptan crearse un mundo fantástico para escapar de las durezas de su cotidianidad y además satisfacer sus más íntimas necesidades humanas de afecto y sexo. No encontramos una obra similar dentro del teatro venezolano, y muy difícilmente, dentro de la misma producción dramatúrgica latinoamericana ; creemos, pues, que Edilio Peña ha logrado un verdadero hito de creación.

Edgar Moreno Uribe.
( Crítico Teatral )
El Mundo
6-10-94


Edilio Peña: la iluminación narrativa

17 de mayo de 2000
Edilio Peña, (venezolano, Pto La Cruz 1951) ya no necesita presentación en el tupido y abigarrado ámbito literario nacional y, poco a poco, de manera firme y convincente, su dilatada trayectoria literaria comienza a adquirir merecido y justo reconocimiento en el continente hispanoamericano actual. En el expectante entreabrir de un siglo y cerrar de otro, este confeso y obsecuente creador de la palabra escrita y de la imagen en movimiento le depara a sus lectores, cada vez más numerosos, un misterioso y estremecedor obsequio. Se trata de su última novela intitulada: El prisionero de la luz, galardonada con el Premio Nacional de Novela «Plácido José Chacón 1999» y editada por la prestigiosa Editorial Planeta venezolana, S.A, 2000 en su Colección Espasa-Narrativa.
Edilio Peña comparte un destacado lugar con cimeras figuras de la escritura novelesca latinoamericana tales como: Sergio Jablon, Antonio Soler, el cubano Jesús Díaz, el español Gonzalo Torrente Ballester y un largo etcétera que sería ocioso mencionar aquí.
En vez de capítulos, como suelen hacerlo la mayoría de los novelistas, la novela está concebida en «secuencias» y se compone de 14 «secuencias» de regular extensión. Se me antoja que cada «secuencia» puede durar un día en una cronología arbitraria y entonces la novela transcurriría en un eje temporal de 2 semanas, tiempo suficiente para urdir una meticulosa e interesantísima trama narrativa que no te abandona, o te ves compelido a no abandonarla, sino hasta la última página de esta expectante historia —sobra decirlo— inteligente y sagazmente escrita.
La novela comienza con la autocontemplación del rostro de Violeta; personaje atormentado por la búsqueda desesperada de una identidad escurridiza que desborda los límites de la ficción y toma por asalto los registros de racionalidad y sensatez del lector. La novela se inicia con una poderosa cortina descriptiva como telón de fondo: un diario hecho con piel humana y redactado con una pluma hecha con el hueso de una clavícula de niño: todo un homenaje a la memoria del padre del narrador. Y un dato aparentemente absurdo; se trata de una novela escrita con sangre.
Edilio Peña despierta al novelista que siempre estuvo dormitando en su sensibilidad de escritor y nos convoca al vértigo de la memoria desbocada que se vierte en el «río del tiempo» narrativo del autor; es decir del lector. Esta novela es fiel testimonio de ello.
El pulso expositivo con que el novelista nos borda cada «secuencia» de la novela brinda la sensación de que estamos «viendo» lenguajes, gestos y performances que se suscitan con tal fuerza y diafanidad (nitidez) que difícilmente podemos evadirlas o rehuirles. De allí su poder persuasivo, su prosa dicha en forma de urdimbre subyugante.
Con El prisionero de la luz Edilio Peña ha dado el paso definitivo que le consagrará como uno de los más atrevidos e ingeniosos novelistas del siglo XXI en Venezuela.
Una estremecedora reflexión acerca de las consecuencias psicológicas que traen a los personajes de Edilio Peña la duda hamletiana la continua encrucijada existencial en que se ven sumergidos las creaturas de Peña.
Edilio Peña diseña, con magistral soltura y confeso dominio, conductas escindidas, personajes psiquiatrizados, psiques convulsas (verbigracia Violeta en una temporada en París) seres asediados por la tentación del estupro.
Por esta novela transitan individuos que naufragan entre «Scila y Caribdis», personajes que no encuentran sosiego ni «en la ciencia ni en el misticismo, son actantes cautivos en situaciones aporéticas, por decirlo filosóficamente. El escritor no oculta las zonas malditas de sus personajes; todos ellos están sometidos al padecimiento psíquico, la indiferencia y la degeneración moral. Por otra parte, es fascinante la manera cómo este escritor maneja la idea del doble, ya desarrollada por Jorge Luis Borges a través del tratamiento estético de la abominación de los espejos y de la noción del otro por sí mismo expresada por Octavio Paz en «el espejo que soy me deshabita». La otredad, la alteridad del sujeto escindido, el alter ego de Edilio Peña se resuelve espléndidamente en la idea posmoderna de la clonación tratada de manera impecable en esta novela. En este sentido Edilio Peña trabaja una narrativa que me gustaría denominar provisionalmente «narrativa de frontera» por la forma de abordar coherentemente los múltiples campos de interdicción del discurso novelesco.
 

Rafael Rattia es historiador egresado de la Universidad de Los Andes con una tesis sobre Émile Michel Cioran. Su trabajo académico fue asesorado por el filósofo José Manuel Briceño Guerrero. Actualmente se dedica a escribir poesía y ensayos críticos de imaginación. Escribe para la Revista española CASI NADA.

















Ciudadano de dos mundos
El Huésped Indeseable.
Por Victor Bravo.
La geometría de lo policíaco parece fascinar al relato que nos es contemporáneo: en los horizontes de crisis de fundamentos que parecen ser los nuestros, la huella como herida de la más extrema violencia, el crimen; y la restitución de la verdad y el sentido, una de las más fuertes apetencias del hombre, según Nietzsche, convoca, con el ruido metálico de la reiteración, el género que según, Borges, inventado por Poe, ya mostraba sin embargo sus rasgos, avant la lettre, en el Edipo Rey de Sófocles: la representación estética de un médtodo racional de revelar la verdad. El relato policíaco.
Según Borges, desde Chesterton, especialmente desde El hombre que fue Jujueves ( 1908), o, diríamos nosotros, desde “la muerte  y la brújula” ( 1944), de Jorge Luís Borges, es verdad revelada se oblitera, se duplica, se multiplica con una  inflexión de ebriedad para refutar su propia revelación. Poe inventó la primera vertiente del género, reconstructiva, propia de los relatos optimistas de la modernidad. Borges la segunda, donde la verdad, en una suerte de vértigo, se precipita en la fisura de su propia negación.
El Huésped Indeseable ( Monte Avila, 1999), de Edilio Peña, se coloca en esa doble tradición. La extensa experiencia del autor en el teatro le ha proporcionado la certidumbre de la representación como puesta en evidencia de la verdad y el sentido; pero también la intuición de una posible rasgadura en la tela de esa representación que  a partir de esa rasgadura se repite incesantemente hasta toparse con la fragilidad de toda certeza, con esa forma espacial del infinito que es el laberinto, con la monstruosidad entrañable del doble, con las resquebraduras de la seguridad que nos da el límite.
La novela nos muestra un tramado complejo del relato. Es tramado no la salva sin embargo de ciertos “errores cervantinos”, posibles de cuantificar, y es oportuno decir en esta línea que la primera parte de la novela del manco fue leída con pasión por sus contemporáneos, quiénes no dudaron en señalar esos errores, entre ellos el más famosos, el del robo del jumento de Sancho Panza; pero esa imperfección que caracterizaría para siempre al género, hizo que el novelista inventara la especularidad, la interrogación del texto sobre el texto. A muchos siglos y pocos kilómetros de distancia, la novela de Peña se desprende del peso de esta posible cuantificación para crear una atmósfera narrativa del enigma, con la tensión y la expectación que le son constitutivas; atmósfera qe se precipita en efectos de lo fantástico y lo absurdo, y que oblitera la búsquedad de la verdad, trabada en la tensión conjetura-expediente, en un viaje hacia el fondo de una subjetividad que, en su desatado poder de representar el mundo en el juego de la  metamorfosis, se separa dolorosamente de lo real para caer en esa asunción del infinito y el desamparo que es la locura.
En esa atmósfera se  representa lo que a mi juicio son dos hallazgos de esta novela: la representación, a la vez, de la escritura y la lectura como formas especulares del texto; y, acaso lo que es la vocación irreductible de todo autor de ficciones: la creación de un mundo alterno, autónomo, deferenciado, donde, sin embargo, el mundo de lo real pone en crisis sus propios fundamentos.
La representación de la lectura y la esritura como formas especulares del relato viene ya de El Quijote, donde Cervantes, autor, deviene lector de un texto traducido de un autor referido en la novela, Cide Hamete Benegueli, y el sin par caballero Don Quijote se tropezará con los lectores de la primera parte de El Qujote, el primero  de ellos, el bachiller Sansón Carrasco. Esta especularidad recorre la narrativa moderna, en un juego de repeticiones que nos muestra, con la producción de lo lúdico y la belleza, la grieta imposible de lo infinito, hasta llegar a ese lector delirante que, al final de la novela inolvidable, lee los manuscritos de un gitano, autor que vive para siempre, no en la estadística de los editores sino en los mundos paralelos del relato. En la novela de Peña el joven recepcionista leerá los expedientes- el cuerpo mismo de la novela- para poner en evidencia no sólo verdades ya inútiles sino al autor verdadero de la novela: el muñeco, desde el mundo creado por la ficción. Esta revelación nos introduce en el segundo hallazgo: la creación de un mundo, paralelo a lo real, donde entran en crisis los fundamentos de lo real mismo. La creación de otros mundos tiene tantas versiones y variantes como literaturas hay: desde el mundo de la cueva de  Montesinos, testimoniado por un Quijote alucinado, hasta el mundo de las maravillas de Alicia, desde las versiones infinitas del viaje hasta las geometrías de la perfección y el extravío de Borges. En El Huésped Indeseable ese otro mundo creara las correspondencias imaginarias entre ciudada real y ciudad creada, en contraposición con las virtualidades de la computadora, apenas contrapuestas en la novela, y esa doble representación que hace el protagonista, para usar las frases de Kant, ciudadano de dos mundos, pone a flote la verdad como un resto de un naufragio, y crea, atendiendo a la intuición de Marx de que toda tragedia se repite como comedia, la dimensión trágica y humorística de la carencia del hijo, y la condición siempre abismal del doble: las recurrencias del relato, entre ellas el “ ¡Nunca más!” que remite al poema de E.Poe, atraviesan la novela dándole un punto de coherencia que se subraya en la clausura de capítulos como relatos relativamente autónomos que se continúan, sin embargo, en otro plano, y en la apertura para temas que son tocados brevemente como puertas hacia otras dimensiones posibles donde podría situarse el relato: la realidad petrolera del país o la situiación académica, particularamene de Mérida, si uno atiende a las claves del texto, que se presenta con particular dureza.
La novela, decía Balzac, es la historia privada de las naciones; El Huésped Indeseable, de Edilio peña, es un particular documento literario de nuestro momento venezolano, y de nuestro momento cultural.


Victor Bravo, Ensayista y profesor Universitario.
Texto que aparece en la revista Folios de  Monte Avila Editores, 1999.





































Presentación de La cruz más lejana del puerto de Edilio Peña (Monte Avila Editores, 2003). 11 de febrero de 2004.
AnA Teresa Torres
“A Manuel le hubiera gustado desenredar la trama de lo real vivido. Sin embargo, no hubiese tenido el poder suficiente para ejecutar su mayor anhelo: ¿cómo asaltar el tiempo transcurrido y modificarlo a su antojo? Imposible labor para un hombre hundido en una sola realidad.”

Esta imposibilidad, quizás la más profunda razón de la literatura, es la que se propone atravesar Edilio Peña en La cruz más lejana del puerto. La escritura es ese intento de emerger de la “sola realidad” en que nos sumerge la existencia, y el lenguaje, si bien es finalmente vencido, el instrumento privilegiado que nos permite desplegar planos de realidad y congregarlos en el texto; probablemente la novela por su condición heterogénea y su origen múltiple sea el género que navega mejor en esas aguas. Yo veo en esta que hoy se presenta una concentración de planos conducidos por el autor hasta el vértigo con un ritmo implacable. Me parece también que el libro no admite una definición sumaria, o al menos no la encuentro, por ello prefiero optar por la descripción.
         Lo que sin duda sorprende al lector es que lo quiera o no el desafío de su arquitectura se le impone. Cuando creíamos estabilizarnos en su comprensión, el autor nos espera en la página siguiente para movernos el piso y adentrarnos en un nuevo plano narrativo que nos desconcierta y nos pregunta qué es lo que estoy leyendo, en qué género me estoy moviendo, cuáles son las claves que me guían. Después de darle vueltas al asunto llegué a una conclusión transitoriamente tranquilizadora pero que estoy segura no es suficiente. La novela está escrita al menos en dos géneros simultáneamente porque Edilio Peña condensa en este libro sus dos oficios literarios: narración y teatro. De ese modo vamos discurriendo en el relato inocentemente, como si se tratara de una narración convencional, y al mismo tiempo sorprendiéndonos porque los relatos se despliegan en actos, escenas, secuencias dramáticas, representaciones de lo representado. Peña lleva esta lucha contra el hundimiento en “una sola realidad” hasta el límite. Decir que explora el pasado de los personajes es absolutamente insuficiente.
Los protagonistas son al mismo tiempo que personajes de una novela, actores de una telenovela que guioniza un autor invisible –Dios- en el intento, como se dice en alguna parte, de superar esa frustración que es para todo hombre no ser autor de su destino. De este modo la ficción en que discurren sus propias vidas –las de los personajes- es una actuación o representación a través del medio telenovelesco, y se constituyen en existencias que pretenden descubrir mediante un procedimiento fantástico. Los actores, ellos mismos, representan lo que fue su pasado y de ese modo llegan a apropiarse de “la trama de lo real vivido”. Sin embargo, estoy segura de que no lo explico claramente. El procedimiento recuerda el film “El show de Truman” de Peter Weir. Les anoto brevemente el argumento: la vida de Truman es constantemente monitoreada y proyectada como un show televisivo de alta audiencia, y finalmente el protagonista descubre que todo ha sido una escenografía, incluido él mismo, sus acciones, sus relaciones, sus sentimientos. Aquí se trata de una telenovela que se construye monitoreando las vidas desde una cabina de TV, en donde microscópicos chips registran los sentimientos y la memoria de ellos mismos. El paroxismo de esta situación tiene lugar cuando los protagonistas observan sus vidas, recuerdan así su pasado y descubren sus misterios siendo espectadores de la telenovela “La cruz más lejana del puerto”, e incluso establecen un negocio cobrando a los vecinos por verla, ya que al parecer eran los únicos que todavía tenían un aparato de televisión.
Todo esto, así contado, puede hacerles pensar que se trata de un libro enrevesado en el que será complicado disfrutar simplemente de su lectura, pero he aquí que es una novela que se lee sin parar. Es un libro que como definen los norteamericanos –y disculpen la traducción literal- se presenta como un “volteador de páginas” porque tan pronto leemos una queremos saber qué ocurrirá en la próxima. Aquí juega un factor importante el despliegue imaginativo del autor que anécdota tras anécdota, escena tras escena, destila una gota de veneno que nos obliga a seguir. Esto como novelista, pero sobre todo como lectora, es para mí la clave del género. El caso es que Edilio Peña es un escritor de poderosa imaginación y se le ocurren las más variadas situaciones, pero prefiero no relatarlas porque si algo me impide leer un libro es que me lo hayan contado. En este punto los dejo para que disfruten solos.
Sin embargo añadiré algo más a mi descripción. Es una novela fuerte. Fuerte por su contenido que se me ocurre definir como una sátira histórico-política en la que no encontrarán concesiones ni acomodos. Pero es también una inspección muy profunda de nuestros complejos, resentimientos, de las relaciones primitivas con el poder y el sexo. Los rincones que explora el autor son aquellos en los que habita el envilecimiento, la abyección, la humillación. Nuestra “sombra” diría un junguiano. Y, paradójicamente, aunque desde luego no es una lectura optimista o exaltante, es muy divertida, con escenas de franco humor y atravesadas por la más fina ironía. Además, el uso de la parodia telenovelesca, de la teatralidad en la presentación de las secuencias, y ciertos elementos tomados de la farsa, logran que el lector, como dije antes, no descanse ni tenga tiempo de distraerse.
Es, por otra parte una escritura en la que no sobran las palabras, problema que siempre tenemos los novelistas por nuestra tendencia al relleno. Es casi inevitable rellenar por las múltiples situaciones y los “enganches” que hay que producir para que el asunto se entienda. Recuerdo que una vez le escuché a José Balza (o lo leí en alguno de sus textos)  que él quería escribir una novela sin los rellenos, que toda palabra fuera significativa y esencial. No sé si Edilio Peña logra este ideal pero se le acerca bastante y ese lenguaje pulido, precisado, indispensable, tiene mucho que ver con el teatro. Escribe con las mínimas palabras para asestar el golpe y digo así porque no es una novela que se lee impunemente.
“¿Qué más puede haber en la ficción que no tenga la vida que me asombre?”
Con esa pregunta termino.


















Ana Teresa TorresEl acecho de Dios. Edilio Peña.
Presentación, 16 de mayo 2007.
ANA TERESA TORRES
Cuando leí la primera frase de la novela: “La pesada sombra del águila se posaba sobre aquel profesor las veces que pasaba frente a la casa amarilla y veía a la niña”, ya sabía a qué atenerme. Un águila que planea sobre un personaje no podía augurar un texto tranquilo. Por otra parte, no lo esperaba. Quien conoce las obras de Edilio Peña (“Los pájaros se van con la muerte”; “Cuando te vayas”; “Resistencia”; “El huésped indeseable”; “La cruz más lejana del puerto”, entre otras) sabe que no se caracterizan precisamente por propuestas sencillas ni historias banales. Sus propuestas narrativas obedecen a estructuras complejas y reflejan una educación estética que exigen del lector un esfuerzo que será, se los aseguro, ampliamente retribuido. En esta oportunidad, El acecho de Dios, nos pide que no tratemos de apoderarnos de la novela, sino, por el contrario, que dejemos a la novela apoderarse de nosotros. Que nos dejemos arrastrar por el ritmo frenético de su imaginación. Creo que hay pocos autores venezolanos que tengan una imaginación tan poderosa como la suya; en realidad, diría que no hay ninguno que pueda fácilmente nombrar. Pienso que esa cualidad viene aparejada con su condición de dramaturgo. La obra dramática requiere de un acto creativo que comprende lo visual, lo auditivo, el diálogo, la escenografía, lo sorprendente, y así es cómo Peña escribe sus novelas. Se ven, se escuchan, se presentan dentro de escenarios imprevistos, en momentos abismales. Surgen en ellas personajes que no podríamos haber imaginado, que actúan de un modo que no podemos suponer, que hablan de una manera que nos saca del asiento. La fabulación se desencadena en una avalancha de imágenes siempre teñidas por lo grotesco y lo farsesco, pero también por una belleza visual que pareciera propia de un filme fantástico. Creo que con esta novela Peña lleva a la exasperación sus fantasmas de escritor.
Otra característica de su escritura, que en este libro adquiere su máxima expresión, es la posibilidad de componer el guión y los diálogos en dos canales paralelos. Por un lado, el hiperrealismo lacerante; por otro, la fabulación de las escenas más fantásticas e inverosímiles. ¿Dónde se ubica la novela? Podría contestar que principalmente en Mérida, pero lo más exacto sería decir que transcurre, en palabras del autor, “en esa tierra de nadie que se encuentra entre la realidad y la ficción”.
De ese modo, cuando pensamos que nos está describiendo las mezquindades de una comunidad académica, situada en la Universidad de la Cordillera, y que, por un momento, creemos que podríamos reconocer, si no a los personajes, por lo menos sus estereotipos, súbitamente y sin previo aviso, éstos abandonan todo viso de realismo para entrar en una fantasmagoría alucinante. Ése es su modo de ver la realidad, y por eso digo que debemos dejarnos llevar de la mano del escritor, porque, al final, no dejará cabos sueltos, y las historias que componen la novela encuentran su lugar en la estructura.
La novela tiene sin duda una lectura política que no le será difícil reconocer al lector, pero, por eso mismo, prefiero detenerme en otros temas. ¿Quién es su protagonista? Homero, un personaje en el que concurren las más variadas identidades: niño abandonado, maltratado por el ejército, ex guerrillero, payaso de circo, torturador, obeso aspirante a maratonista, profesor de arte, ladrón, asesino, aspirante a dramaturgo, pedofílico, revolucionario y Testigo de Jehová. Curiosamente el nombre elegido para este complicado ser es el del célebre poeta de la antigüedad, una figura venerable y venerada. Me pregunté por qué el autor lo había bautizado así, y encontré que hay otros homeros. Los de las tiras cómicas y las series de televisión. Homero Simpson, en sus fracasos, sus irresponsabilidades y mediocridades; Homero Addams, que parodia la perversidad y la crueldad. Efectivamente, el Homero de esta novela es una parodia, y, a la vez, muy humano.
Todos los personajes que aparecen en la novela son muy humanos, pero desfigurados por la mascarada y la bufonada. ¿A dónde nos conducen?, a una historia de la infamia, como escribe el autor, recordando a Borges. A una historia en la que el novelista nos introduce en el submundo de nuestra realidad, en la degradación de nuestra identidad. Todos, creo que sin excepción, son seres nacidos de la venganza, de “el poder que da, el odio, a los resentidos”. Es una suerte de descenso a nuestros propios infiernos, lo que propone Edilio Peña. Reconocernos en un espejo que nos devuelve una imagen que no quisiéramos tener, y sin embargo, el lector verá fácilmente que no nos están hablando de una realidad desconocida. La pobreza, el engaño, la violencia, el abandono, la irresponsabilidad, la crueldad, son las bases de esa imagen y las causas de un resentimiento y una venganza, más fuertes que el odio de Dios.
¿Dónde está Dios en esta historia que lleva su nombre? Por momentos me pareció que era el águila que mencioné al principio, y que planea sobre nosotros observándonos, de la misma manera en que lo hace sobre los personajes. En otros, más bien como una presencia secreta que todo lo sabe, y que se encarna en la figura de un escritor vigilante que crea la historia,  pero que sabe que no puede traspasar la ficción porque entonces entraría en el mundo real, que ya no es su dominio. En todo caso, la novela nos advierte que todo lo que ocurre no pasa inadvertido; que los crímenes que se cometen tienen su castigo; que el testigo, sea quien fuera, acecha. Sabe lo que está ocurriendo y nada se puede ocultar a su mirada.
En cierta forma el autor propone al escritor como testigo de su tiempo, obligado, o quizá determinado, a mirarlo, a componerlo, a trastocarlo en obra de creación para convertirnos a nosotros también en testigos. La fuerza y la violencia del lenguaje cuando arremete contra los protagonistas de ese tiempo me trajeron memorias de algunas novelas de Reinaldo Arenas, cuando no encontraba otra cosa que sus palabras para defenderse de un presente intolerable. Pero Edilio Peña no se limita demasiado a ese presente, más bien bucea en el pasado, en un pasado que está vivo, y que nos habla de monstruos y pesadillas que habitan nuestro imaginario, y que a fuerza de payasear, de darlo todo por broma, de no reparar en el fondo trágico, hemos creído enterrar y ha terminado por resurgir en la superficie. De ese modo, después que conocemos la crueldad y la abominación de la que son capaces los personajes, entramos en su historia anterior, en su infancia. Es una suerte de saga del infortunio que va multiplicando la maldad y la violencia que se encubre tras la convivencia cotidiana que irónicamente aparece de vez en cuando entre bastidores.
Creo que El acecho de Dios quedará en el registro de la novelística de estos años en su valor metafórico, en la capacidad de generar sentidos y significados que únicamente tienen los textos literarios. Esa potencialidad de sentidos que tiene una novela como ésta provocará multiplicidad de lecturas. Creo que no habrá dos lecturas iguales de El acecho de Dios. Yo les he contado la mía, y sólo me queda felicitar al editor por haber ingresado a Edilio Peña en su catálogo, hacía falta una voz tan audaz como la suya, y agradecerle a Edilio que me haya elegido para presentar la novela que ahora nos entrega.














Edilio Peña
La cruz más lejana del puerto
José pulido


Hay personas que se revuelcan de la risa ante una tragedia; he conocido a demasiada gente que no puede dominar las ganas de reírse en los velorios. También he observado seres que consideran cómica la poesía de William Carlos Williams o de Raymond Carver porque esos poetas fabricaron sus guitarras invisibles con materiales cotidianos, comunes y hasta domésticos.
He visto llorar a ciudadanos dramáticamente conmovidos por una situación graciosa, y los he mirado convertirse en diablos al apenas sentirse arropados por una atmósfera sacrosanta y solemne.
He sabido de humanos normales, con sentido común y todo, que prefieren lo correcto a lo agradable y he constatado la existencia de gentecita que se queja a diario por la terrible violencia criminal que todo lo embarga y a la vez se arrodillan ante la tumba o la imagen de un malandro muerto que supuestamente hace milagros. Es que la humanidad es una botica intensamente extraña. Usted puede encontrar tarados luminosos y genios estúpidos, gente buena capaz de avalar o de causar un genocidio y gente maluca protegiendo tucusitos en vías de extinción.

Por eso el libro, ese artefacto mágico, puede ser hermético, luminoso, conmovedor, alegre, aburrido, fulgurante o pálido, sublime o mediocre, dependiendo de quien lo lea. La gente le añade sus virtudes y sus defectos al libro que escribe o al libro que lee.

Un libro es un universo porque contiene todos los libros como dijo Borges. Y va cambiando para bien o para mal, para crecer o deshojarse, de acuerdo a la persona que lo recorre. De allí que hablar de un libro y comentar sus características es una gaya ciencia o en todo caso una farsa divertida, porque lo que uno hace es expresar el libro tal como lo leyó y tal como el libro lo cambió y lo retrató a uno.

Por eso prefiero hablar de los autores. Se puede conocer medianamente a un escritor, pero captar la esencia de un libro y retenerla es algo casi imposible y eso es lo que hace de la literatura un universo paralelo y precioso. A mí me gusta pertenecer a la familia de los escritores y los lectores que es una misma y única familia, porque uno intercambia sus emociones y sus tosquedades con Homero y Hemingway, por ejemplo.

La mente y el corazón de uno entran en la mente y el corazón de los grandes autores, que están allí vivitos y coleando en las páginas de los libros. A solas uno intercambia imágenes y sensaciones con esos seres inmortales. Somos vampiros de la palabra, porque ellos ya, con mucha antelación, nos han mordido el alma.

Leyendo esta novela, La cruz más lejana del puerto, le he dado continuidad al vicio de leer a Edilio Peña. Es una adicción de varias décadas aunque él parezca año tras año el retrato de Dorian Gray, sin el horror gótico y nosotros hagamos la cola de la tercera edad para comprar sus libros.

En La cruz más lejana del puerto, Edilio interpreta esta época como sólo lo haría Giuseppe Verdi si viviera hoy y creara una ópera sobre nosotros. Puedes encontrar música en ese libro; armonías que fascinan y huracanes que arrasan con todo.

En cada obra suya, Edilio instala un planteamiento serio que carcome la conciencia. En este caso, según me parece, ese roedor irónico morderá conciencias en el estamento militar.

De esta novela, que es una mata tropical esplendorosa, puede tomarse también, como un fruto maduro, la imagen nítida y convincente, tan cinematográfica, que es una imagen con sonido. Para completar los placeres, Edilio teje algunos diálogos donde la fuerza más antigua y enigmática de la dramaturgia, se va filtrando hasta hacer que uno se siente involucrado con esos personajes que hacen daño o que sufren porque el destino es como una telenovela. 

Edilio propiamente dicho

Conozco a Edilio Peña desde hace más de veinte años. Todos nosotros, los escritores de mi generación, lo conocimos hace más de dos décadas. Era un muchacho que parecía estar abriendo de par en par las puertas batientes del mundo cada cinco minutos. El irrumpía con su escritura inteligente, creativa, fresca pero misteriosa. Edilio se perdía unos años y reaparecía igualito, aunque a veces con bigote y a veces sin bigote.

Nosotros envejecíamos y él era el mismo muchacho. Comenzamos  a sospechar que Edilio Peña era el nombre de un personaje y que esos libros extraordinarios que traía en carpetas para ser editados formaban parte de un hechizo. Nos preguntamos en secretas conversaciones, que nunca quisimos llamar peñas: ¿habremos inventando nosotros a ese personaje durante algún delirio?
De repente aparecían obras de teatro o películas basadas en sus textos, pero nadie sabía donde estaba Edilio.

El puede describir sus personas en unas pocas líneas, como lo hace en La cruz más lejana del puerto:

“Al borde de una asfixia existencial nunca antes sentida, contemplaba nostálgico la pasajera felicidad de los amantes, capturada en aquella foto, a la manera de una postal de un viaje irrepetible. Ansiaba poseer la condición de un dios todopoderoso para actuar drástica y definitivamente dentro de esa imagen petrificada, para insuflarle de nuevo el aliento vital, el intenso remanso del enamoramiento, el embrujo devorado por el hastiado amor. Entonces, presionado por el acoso de la imposibilidad, en un impulso ciego y repentino, se dispuso a cercenar con la fría tijera la cabeza de aquella amada mujer: Amanda. La sangre manó  profusa del cuello decapitado de la victima. Una marea roja fue allanando el resto de la fotografía…”.

Después de eso el lector descubre que el personaje se ha cortado un dedo con la tijera. Pero no tiene precio esa manera de juntar realidad y ficción, bajo la invocación del rezo literario. En la escritura de Edilio Peña todo tiene una razón de ser. Los paréntesis no son usados a capricho, para redundar en esto o en aquello.
Cuando Edilio abre un paréntesis, es porque va a encerrar allí, en ese capullo inquietante, una frase premonitoria o determinante. Los paréntesis de Edilio son como pozos muy profundos, como fosos por donde van pasando el Dante y Virgilio, alborotando las voces más sabias y desesperadas de la antigüedad.

Cada libro de Edilio Peña es una ópera como las de Verdi, porque al final se tornan irrefrenables las ganas de aplaudir. Ya lo verán. Edilio es un creador que constantemente elabora matriuskas con su literatura, incrusta literatura dentro de la literatura y teatro dentro de la vida. Yo le agradezco siempre las emociones y las sorpresas. Jamás su escritura ha decepcionado al lector que hay en mí. Y por eso he querido hablarle sobre eso a mis otros amigos inventados, que llenan el universo, eso que llaman biblioteca. O como lo diría Leonardo Milla: esta librería infinita.




UN TEATRO INQUIETO
Leonardo Azparren Giménez

            Extraño. Sórdido. Inquieto. Incluso, macabro. Sin embargo, no esconde un humor sutil. Evade cualquier encasillamiento, aunque tiene ascendencia noble que podría remontarse a Aristófanes, con escalas en François Villon y Alfred Jarry con su patafísica, la “ciencia de las soluciones imaginarias”, sin ocultar una visión comprometida sobre la política nacional. También es irreverente ante el gusto teatral establecido, ecuánime y conforme en la última década; y ante algunos estilos y gustos que, cual modas, están resabidos y manoseados. En síntesis, para comenzar, estas obras de Edilio Peña tienen propósitos y estrategias diseñados para confrontar al espectador y confrontarse consigo, con las que el dramaturgo se pone a prueba para producir textos con sólida sustentación escénica. De esta manera explora zonas escabrosas del ser humano y las representa sin mediaciones ni atenuantes.
            Estos cuatro textos constituyen un conjunto uniforme, gracias a un estilo discursivo en el que no está ausente un sentido lúdico de las relaciones entre los personajes. Nuestro autor desarticula el discurso realista sin abandonar algunos de sus recursos, como la naturalidad aparente del habla; juega con él, en particular con el perfil identitario y la aparente psicología del comportamiento de los personajes, con lo cual plantea al espectador la necesidad de preguntarse qué tiene ante sí y cuál es su sentido.
El juego dramático está presente en la desconstrucción del perfil de los personajes y en la desarticulación de sus situaciones de enunciación. En algún momento imprevisto dejan de ser lo que hasta entonces parecían para devenir distintos, siendo los mismos. Sin embargo, no son cambios de personalidad psicológica, sino la sucesión y superposición de roles según el devenir de la fábula y los ardides de la intriga, combinados para acentuar la naturaleza imaginaria de las situaciones de enunciación que dan sentido a la acción escénica. Por eso, la verosimilitud reside en la consistencia de la situación básica de enunciación que da unidad de sentido al texto, y no en alguna similitud entre lo que ocurre en la escena y el espectador. El carácter performativo de las obras es más importante que la ausencia de lógica realista en lo que en ellas sucede, cuya lógica discursiva y teatral es rigurosamente imaginaria y coherente a partir de una situación inicial absurda. Esto lo logra con el empleo de una pluralidad de códigos que se complementan y confrontan para construir y desconstruir el relato.
            En estas obras es decisiva la configuración de los lugares de la acción, un espacio “viviente” en el que el accionar de los objetos va más allá de sus relaciones utilitarias habituales con el personaje, para devenir también en sujetos de la fábula. Los objetos hacen aportes importantes al desarrollo de la acción; hablan incluso. El espacio de la acción dramática es cerrado pero flexible, se expande en la escena hacia zonas oscuras para dar la sensación de infinitud. Por esto, el lugar de la acción desplaza su sentido con el desarrollo de la fábula, siendo en gran medida distinto al final.
La dinámica de los objetos en el espacio dramático puede alcanzar significados surrealistas, como ocurre con el retrato y la oreja en Trompa de elefante. Igual ocurre con el tiempo, atemporal por carecer de referentes consistentes con la historia del espectador, a pesar de las alusiones políticas concretas, cuya función es reinstalar al espectador en su realidad.
            Un rasgo sólido común importante es la familia. En La ópera del suicida, Trompa de elefante y El mago del patíbulo las relaciones filiales articulan la intriga y la fábula, incluso cuando son desconstruidas para que la fábula no quede atrapada por alguna lógica realista. Son relaciones conflictivas, en las que ambas partes –padres e hijos, no hijas- reclaman algo, la muerte es una paradoja y la identidad es puesta en duda.
            Tal y como está concebida la acción, las relaciones que los personajes mantienen entre sí y con su hábitat hacen posible que no solo los diálogos expresen lo que los textos contienen. El continuum entre diálogos, acotaciones y didascalias es fundamental, para la comprensión de la obra y para su puesta en escena. Acotaciones y didascalias no son indicaciones escénicas habituales; son elementos de la estructura discursiva y del sentido de los diálogos, y en algunos momentos son más importantes que lo que le oímos decir a los personajes. En La ópera del suicida, la presencia de El Ahorcado y el cartel de publicidad son un centro de atención tan importante como la acción de Ma y Pa. El cartel “muestra el foso oscuro y profundo de la garganta”, y
de la garganta se escucha un aliento grave, como un fuerte remolino que sale de su interior y succiona lo que halla a su paso. Los objetos de la habitación comienzan a temblar. Algunos caen y son arrastrados. Pa y Ma se toman de las manos tratando de resistirse a ser tragados por la garganta. Se estiran como muñecos de goma”.
            Poco después, la atención se centra en El Ahorcado:
La silla se arrastra por sí misma hasta debajo de los pies de El Ahorcado. Éste se apoya sobre ella y, con las dos manos, desata la cuerda que con un lazo la sujeta al cuello. Sin embargo, se la volverá a poner y andará con ella como un miembro más de su cuerpo”.
            En El mago del patíbulo, espacio y objetos están vivos y así lo dice la acotación:
“Napoleón mira estupefacto cómo el documento que ha arrebatado a El Hombre, inesperadamente, vuelve de nuevo a las manos de aquél. Insiste en quitárselo, pero el documento regresa una y otra vez a las manos de El Hombre”.
            El equilibrio y la tensión entre diálogos y acotaciones es una dialéctica determinante para el sentido de cada obra, por lo que las últimas no pueden ser ignoradas como ocurre en algunas obras icónicas del teatro contemporáneo. Las acotaciones y didascalias son, también, mensaje performativo. En este sentido, estamos ante unos textos que van más allá del discurso tradicional del teatro venezolano, e ir más allá es aproximarse y navegar en las complejas y polémicas aguas del teatro posmoderno.
            Y he mencionado la palabra peligrosa y resbaladiza. La empleo, en primer lugar, porque estas obras de Edilio Peña se resisten a la interpretación cartesiana, no pueden ser reducidas a un mensaje. Además de la preeminencia de su condición performativa que se impone al “mensaje”, la mezcla de códigos verbales y no verbales responde a la lógica del universo imaginario de Edilio Peña, no a presupuestos ideológicos, a pesar o gracias a las referencias a las circunstancias venezolanas de la última década. En El mago del patíbulo se hace presente Saddam Husein para ser ajusticiado; en La noche de la bestia, la tragedia de La Guaira es traída a colación para acentuar la situación ambigua de La actriz; en Trompa de elefante se hace presente el “gobierno revolucionario”, la expropiación de terrenos baldíos para darlos a damnificados y la disposición de los revolucionarios de impedir que “nadie más conozca la risa”; y en La ópera del suicida el petróleo hace su aparición para justificar un negocio de El hombre sin cabeza.
            Esta manera de aterrizar en la vida cotidiana, esta llamada de atención sobre nuestras circunstancias históricas está inserta en el sentido global del discurso, en el que la gestualidad se impone sobre la palabra, el lenguaje cotidiano adquiere ribetes inauditos y el texto es un “collage tonal”, según una expresión empleada por Alfonso de Toro en su artículo “Postmodernidad y Latinoamérica” (Revista Iberoamericana, N° 155-156, Abril-septiembre 1991).
            La expresión “collage tonal” adquiere sentido por estar ante un conjunto de obras que emplea recursos del teatro realista, pero también del absurdo; muestra el compromiso actual del autor al tiempo de desarticular con frecuencia el discurso; en suma, insinúa un mensaje colocado en la experiencia global de la representación.
            En el contexto de la dramaturgia venezolana, estas obras de Edilio Peña insurgen retadoras para cualquiera. El lector tiene ante sí un universo ficcional complejo, rico en sugerencias e imágenes y con un habla aparentemente normal por su lógica interna pero extraña por la situación en que es pronunciada. El complejo de metáforas sobre las relaciones familiares o la convivencia social exige de la imaginación del receptor –lector y espectador- mayor capacidad de comprensión.
La tipología de las situaciones escénicas y de los personajes constituye un verdadero reto para quien las lleve a la escena, porque rebasan las maneras rutinarias de actuar y de concretar el espacio escénico; son demasiadas las exigencias para crear las atmósferas, los ritmos y el gestus, entendido este como el comportamiento global del texto y de la representación.
Estamos, en rigor, ante unos textos para el futuro, no para las condiciones actuales de producción del teatro venezolano.

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