OPINIONES CRITICAS
SOBRE LA OBRA DE EDILIO PEÑA
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Muy interesante la obra de Peña, no solamente por el
enfoque a fondo de aspectos sociales y psicológicos de la realidad del pueblo
venezolano, sino porque, podríamos decir simplificando un tanto, no es una obra
europea. Esto para nosotros, españoles, es comprensible porque nosotros tampoco
hemos llegado nunca a ser totalmente europeos. Nosotros tenemos en nuestra
cultura, desde un Goya hasta un Valle Inclán, y quizás por eso seamos más aptos
para apreciar una obra como la de Peña que pone de relieve el misterio y los
elementos mágicos de una realidad, lo que lo emparenta con esa corriente
española que acabo de citar. Es indudablemente una obra muy auténtica y
estimable.
Antonio Buero Vallejo.
( 1977 )
Dramaturgo y escritor Español. Premio Miguel de
Cervantes.
Los Pájaros se Van con la muerte me sorprendió muy
agradablemente por lo que tiene de raíces propias, por poner de pie problemas
de la realidad venezolana con una autenticidad total. Considero importante la
obra de Peña por lo que significa como proyección del teatro venezolano o si se
quiere, nuestro y sudamericano.
Lauro Olmos.
( 1977 )
Dramaturgo Español.
Los Pájaros se van
con la muerte... es un espectáculo formidable, lleno de fuerza y de interés.
Conociendo como conozco yo un poco la realidad cultural venezolana y lo que
juegan en esa realidad las supersticiones de diversos tipos, este es un teatro
que ve esos fenómenos desde dentro en vez de ponerse a expresarlo desde fuera,
con una manera de embarcar al espectador en el problema para que sienta hasta
donde éste es alienante.
José Monleón.
( 1977 )
Ensayista y crítico teatral.
Director de la Revista Primer Acto.
Los Pájaros se van con la muerte es un texto teatral
tenso, teatralmente perfecto. Yo había visto lo que era una especie de
alumbramiento del teatro venezolano y ahora asisto a lo que es su verdadera
consagración. Nunca pensé que en tres años esa especie de superabundancia
vegetal iba a florecer y dar una cosecha tan sorprendentemente buena como la
que he visto.
Antonio Gala.
( 1977 )
Novelista y dramaturgo Español.
Estaba yo bastante defraudado cuando tuve la sorpresa de
ver una pieza, que aquí pasó casi inadvertida, de un muchacho de dieciocho
años, en la que no aparecía ninguna
ametralladora, nunca se dijo que el imperialismo norteamericano era muy
malo y, sin embargo, era profundamente antiimperialista y profundamente
venezolana. Esa obra es “ Resistencia “, de Peña. Creo que esta sorpresa ante
la obra de Peña, por lo que al teatro latinoamericano se refiere, es comparable
a la que tuve hace años ante “ La noche de los Asesinos “, del cubano José
Triana. Se dijo entonces que la pieza no era política ; pero, con el
tiempo, nos hemos dado cuenta de que sí lo era. Porque el poeta, cuando
escribe, no quiere ser un hombre político, quiere ser solamente un poeta. Y
cuando digo que esperaba una sorpresa en Caracas, es porque creo que el mejor
teatro del mundo es hoy latinoamericano.
Fernando Arrabal.
( 1973 )
Dramaturgo y novelista Español.
Una maleta pintada, algunas cajas, una mesa, una silla,
un maniquí : del teatro pobre que dos lámparas refinadas y dos soberbias
comediantes transfiguran. Los Pájaros se van con la muerte, del venezolano
Edilio Peña, tienen por lo tanto el vuelo laborioso. En un rancho de Caracas,
una madre angustiada por el recuerdo de su esposo muerto en brazos de otra,
obliga a su hija a encarnar el papel del desaparecido ; se adivina rápido que la pieza deriva hacia
lo ceremonial sadomasoquista al estilo de Las Criadas, de Genet. ¡ Eso
es ! Si alguna vez, Peña se acerca a Jean Genet, en lo más frecuente de
ese acercamiento, navega cerca de los rincones del Gran Guiñol. El ritual, a pesar
de su redundancia, se desinflaría rápido si no estuviese sostenido por Josee
Lefebre y Sarah Sandre, quienes, solas, merecen el regreso a este pequeño
teatro ; su compromiso físico, salvaje,, alucinante, da a la pieza una
densidad negra. Un fuego de antracita que haría incandescente lo que en el
fondo no es más que un melodrama entre candelabros. “
L, Express de París.
( 1986 )
El infierno ruge seguramente en el corazón de esta loca,
en otro tiempo maltratada por un marido que no es ahora más que un fantasma y
al cual ella maldice todavía por haberla engañado y abandonado. Pensamos en la
ferocidad de Medea ante un ritual nocturno donde el horror es celebrado hasta
su punto máximo, donde la sangre se escapa de la herida con una pasión salvaje,
lo cual sólo nos lo proporciona, en el teatro o fuera de él, aquellos
condenados que todavía están a la espera de la sentencia final, cayendo sobre
ellos la prisión, más allá de la cual el sol, la luz de los hombres ya se
disipa, se desvanece, como el soplo de un viento pasajeramente cruel, del cual
ellos se alejan para no tener que sufrirlo más. Entonces, esta loca insaciable
secuestra en un rancho de un barrio de la América Latina, a la hija que le
viene de ese monstruo hoy más que nunca desdentado. Vacilamos ante Josee
Lefevre como una Anna Magnani y Sarah Sandre, “ su hija ” una especie de
Silvana Mangano que está a la altura del extravío. Ninguna esperanza para ella
de escaparse de su noche ; es golpeada, es obligada incluso, delante de la
estatua de una virgen impía, a volverse el hombre execrado, a tomar para sí las
abominaciones del criminal. Se le castiga al criminal castigándola a ella. ¿ La
continuación ? Ustedes la pueden adivinar : la alucinación creciente,
la densidad de la penumbra amorosamente cincelada por la puesta en escena,
sombría y barroca, de André Cazalá. Posesión y delirio. Pobreza y fiebre. Pieza
dura de la cual brota lo venenoso. ¿ Y cómo festejar o concluir la muerte del
padre ( que nunca lo estará suficientemente ), sino asesinándolo de nuevo a
través de su hija ?. Tan profundo y tan ardiente es aquí el sufrimiento,
infligido y sentido, que nos resignamos a perder de vista la atrocidad de amar.
Quotidien de París.
(1986 )
El Chingo, es pues, una maravillosa obra sobre el
trasvestismo psicológico y físico de dos hombres, un par de seres destruidos
por sus respectivos y dolorosos pasados y angustiosos presentes, dos seres que
aceptan crearse un mundo fantástico para escapar de las durezas de su
cotidianidad y además satisfacer sus más íntimas necesidades humanas de afecto
y sexo. No encontramos una obra similar dentro del teatro venezolano, y muy
difícilmente, dentro de la misma producción dramatúrgica latinoamericana ;
creemos, pues, que Edilio Peña ha logrado un verdadero hito de creación.
Edgar Moreno Uribe.
( Crítico Teatral )
El Mundo
6-10-94
Edilio Peña: la iluminación narrativa
17 de mayo de 2000
Edilio
Peña, (venezolano, Pto La Cruz 1951) ya no necesita presentación en el tupido y
abigarrado ámbito literario nacional y, poco a poco, de manera firme y
convincente, su dilatada trayectoria literaria comienza a adquirir merecido y
justo reconocimiento en el continente hispanoamericano actual. En el expectante
entreabrir de un siglo y cerrar de otro, este confeso y obsecuente creador de
la palabra escrita y de la imagen en movimiento le depara a sus lectores, cada
vez más numerosos, un misterioso y estremecedor obsequio. Se trata de su última
novela intitulada: El prisionero de la
luz, galardonada con el Premio Nacional de Novela «Plácido José Chacón
1999» y editada por la prestigiosa Editorial Planeta venezolana, S.A, 2000 en
su Colección Espasa-Narrativa.
Edilio
Peña comparte un destacado lugar con cimeras figuras de la escritura novelesca
latinoamericana tales como: Sergio Jablon, Antonio Soler, el cubano Jesús Díaz,
el español Gonzalo Torrente Ballester y un largo etcétera que sería ocioso
mencionar aquí.
En
vez de capítulos, como suelen hacerlo la mayoría de los novelistas, la novela
está concebida en «secuencias» y se compone de 14 «secuencias» de regular
extensión. Se me antoja que cada «secuencia» puede durar un día en una
cronología arbitraria y entonces la novela transcurriría en un eje temporal de
2 semanas, tiempo suficiente para urdir una meticulosa e interesantísima trama
narrativa que no te abandona, o te ves compelido a no abandonarla, sino hasta
la última página de esta expectante historia —sobra decirlo— inteligente y
sagazmente escrita.
La
novela comienza con la autocontemplación del rostro de Violeta; personaje
atormentado por la búsqueda desesperada de una identidad escurridiza que
desborda los límites de la ficción y toma por asalto los registros de
racionalidad y sensatez del lector. La novela se inicia con una poderosa
cortina descriptiva como telón de fondo: un diario hecho con piel humana y
redactado con una pluma hecha con el hueso de una clavícula de niño: todo un homenaje
a la memoria del padre del narrador. Y un dato aparentemente absurdo; se trata
de una novela escrita con sangre.
Edilio
Peña despierta al novelista que siempre estuvo dormitando en su sensibilidad de
escritor y nos convoca al vértigo de la memoria desbocada que se vierte en el
«río del tiempo» narrativo del autor; es decir del lector. Esta novela es fiel
testimonio de ello.
El
pulso expositivo con que el novelista nos borda cada «secuencia» de la novela
brinda la sensación de que estamos «viendo» lenguajes, gestos y performances
que se suscitan con tal fuerza y diafanidad (nitidez) que difícilmente podemos
evadirlas o rehuirles. De allí su poder persuasivo, su prosa dicha en forma de
urdimbre subyugante.
Con
El prisionero de la luz Edilio Peña
ha dado el paso definitivo que le consagrará como uno de los más atrevidos e
ingeniosos novelistas del siglo XXI en Venezuela.
Una
estremecedora reflexión acerca de las consecuencias psicológicas que traen a
los personajes de Edilio Peña la duda hamletiana la continua encrucijada
existencial en que se ven sumergidos las creaturas de Peña.
Edilio
Peña diseña, con magistral soltura y confeso dominio, conductas escindidas,
personajes psiquiatrizados, psiques convulsas (verbigracia Violeta en una
temporada en París) seres asediados por la tentación del estupro.
Por
esta novela transitan individuos que naufragan entre «Scila y Caribdis»,
personajes que no encuentran sosiego ni «en la ciencia ni en el misticismo, son
actantes cautivos en situaciones
aporéticas, por decirlo filosóficamente. El escritor no oculta las zonas
malditas de sus personajes; todos ellos están sometidos al padecimiento
psíquico, la indiferencia y la degeneración moral. Por otra parte, es
fascinante la manera cómo este escritor maneja la idea del doble, ya
desarrollada por Jorge Luis Borges a través del tratamiento estético de la
abominación de los espejos y de la noción del otro por sí mismo expresada por
Octavio Paz en «el espejo que soy me deshabita». La otredad, la alteridad del
sujeto escindido, el alter ego de
Edilio Peña se resuelve espléndidamente en la idea posmoderna de la clonación tratada de manera impecable en
esta novela. En este sentido Edilio Peña trabaja una narrativa que me gustaría
denominar provisionalmente «narrativa de frontera» por la forma de abordar
coherentemente los múltiples campos de interdicción del discurso novelesco.

Rafael Rattia es historiador egresado de la Universidad de Los
Andes con una tesis sobre Émile Michel Cioran. Su trabajo académico fue
asesorado por el filósofo José Manuel Briceño Guerrero. Actualmente se dedica a
escribir poesía y ensayos críticos de imaginación. Escribe para la Revista
española CASI NADA.
Ciudadano de dos
mundos
El Huésped
Indeseable.
Por Victor Bravo.
La geometría de lo
policíaco parece fascinar al relato que nos es contemporáneo: en los horizontes
de crisis de fundamentos que parecen ser los nuestros, la huella como herida de
la más extrema violencia, el crimen; y la restitución de la verdad y el
sentido, una de las más fuertes apetencias del hombre, según Nietzsche,
convoca, con el ruido metálico de la reiteración, el género que según, Borges,
inventado por Poe, ya mostraba sin embargo sus rasgos, avant la lettre, en el
Edipo Rey de Sófocles: la representación estética de un médtodo racional de
revelar la verdad. El relato policíaco.
Según Borges, desde
Chesterton, especialmente desde El hombre que fue Jujueves ( 1908), o, diríamos
nosotros, desde “la muerte y la brújula”
( 1944), de Jorge Luís Borges, es verdad revelada se oblitera, se duplica, se
multiplica con una inflexión de ebriedad
para refutar su propia revelación. Poe inventó la primera vertiente del género,
reconstructiva, propia de los relatos optimistas de la modernidad. Borges la
segunda, donde la verdad, en una suerte de vértigo, se precipita en la fisura
de su propia negación.
El Huésped
Indeseable ( Monte Avila, 1999), de Edilio Peña, se coloca en esa doble
tradición. La extensa experiencia del autor en el teatro le ha proporcionado la
certidumbre de la representación como puesta en evidencia de la verdad y el
sentido; pero también la intuición de una posible rasgadura en la tela de esa
representación que a partir de esa
rasgadura se repite incesantemente hasta toparse con la fragilidad de toda
certeza, con esa forma espacial del infinito que es el laberinto, con la
monstruosidad entrañable del doble, con las resquebraduras de la seguridad que
nos da el límite.
La novela nos
muestra un tramado complejo del relato. Es tramado no la salva sin embargo de
ciertos “errores cervantinos”, posibles de cuantificar, y es oportuno decir en
esta línea que la primera parte de la novela del manco fue leída con pasión por
sus contemporáneos, quiénes no dudaron en señalar esos errores, entre ellos el
más famosos, el del robo del jumento de Sancho Panza; pero esa imperfección que
caracterizaría para siempre al género, hizo que el novelista inventara la
especularidad, la interrogación del texto sobre el texto. A muchos siglos y
pocos kilómetros de distancia, la novela de Peña se desprende del peso de esta
posible cuantificación para crear una atmósfera narrativa del enigma, con la
tensión y la expectación que le son constitutivas; atmósfera qe se precipita en
efectos de lo fantástico y lo absurdo, y que oblitera la búsquedad de la
verdad, trabada en la tensión conjetura-expediente, en un viaje hacia el fondo
de una subjetividad que, en su desatado poder de representar el mundo en el
juego de la metamorfosis, se separa
dolorosamente de lo real para caer en esa asunción del infinito y el desamparo
que es la locura.
En esa atmósfera
se representa lo que a mi juicio son dos
hallazgos de esta novela: la representación, a la vez, de la escritura y la
lectura como formas especulares del texto; y, acaso lo que es la vocación
irreductible de todo autor de ficciones: la creación de un mundo alterno,
autónomo, deferenciado, donde, sin embargo, el mundo de lo real pone en crisis
sus propios fundamentos.
La representación de la lectura
y la esritura como formas especulares del relato viene ya de El Quijote, donde
Cervantes, autor, deviene lector de un texto traducido de un autor referido en
la novela, Cide Hamete Benegueli, y el sin par caballero Don Quijote se
tropezará con los lectores de la primera parte de El Qujote, el primero de ellos, el bachiller Sansón Carrasco. Esta
especularidad recorre la narrativa moderna, en un juego de repeticiones que nos
muestra, con la producción de lo lúdico y la belleza, la grieta imposible de lo
infinito, hasta llegar a ese lector delirante que, al final de la novela
inolvidable, lee los manuscritos de un gitano, autor que vive para siempre, no
en la estadística de los editores sino en los mundos paralelos del relato. En
la novela de Peña el joven recepcionista leerá los expedientes- el cuerpo mismo
de la novela- para poner en evidencia no sólo verdades ya inútiles sino al
autor verdadero de la novela: el muñeco, desde el mundo creado por la ficción.
Esta revelación nos introduce en el segundo hallazgo: la creación de un mundo,
paralelo a lo real, donde entran en crisis los fundamentos de lo real mismo. La
creación de otros mundos tiene tantas versiones y variantes como literaturas
hay: desde el mundo de la cueva de
Montesinos, testimoniado por un Quijote alucinado, hasta el mundo de las
maravillas de Alicia, desde las versiones infinitas del viaje hasta las
geometrías de la perfección y el extravío de Borges. En El Huésped Indeseable
ese otro mundo creara las correspondencias imaginarias entre ciudada real y
ciudad creada, en contraposición con las virtualidades de la computadora,
apenas contrapuestas en la novela, y esa doble representación que hace el
protagonista, para usar las frases de Kant, ciudadano de dos mundos, pone a
flote la verdad como un resto de un naufragio, y crea, atendiendo a la
intuición de Marx de que toda tragedia se repite como comedia, la dimensión
trágica y humorística de la carencia del hijo, y la condición siempre abismal
del doble: las recurrencias del relato, entre ellas el “ ¡Nunca más!” que
remite al poema de E.Poe, atraviesan la novela dándole un punto de coherencia
que se subraya en la clausura de capítulos como relatos relativamente autónomos
que se continúan, sin embargo, en otro plano, y en la apertura para temas que
son tocados brevemente como puertas hacia otras dimensiones posibles donde
podría situarse el relato: la realidad petrolera del país o la situiación
académica, particularamene de Mérida, si uno atiende a las claves del texto,
que se presenta con particular dureza.
La novela, decía
Balzac, es la historia privada de las naciones; El Huésped Indeseable, de Edilio
peña, es un particular documento literario de nuestro momento venezolano, y de
nuestro momento cultural.
Victor Bravo,
Ensayista y profesor Universitario.
Texto que aparece
en la revista Folios de Monte Avila
Editores, 1999.
Presentación
de La cruz más lejana del puerto de
Edilio Peña (Monte Avila Editores, 2003). 11 de febrero de 2004.
AnA
Teresa Torres
“A
Manuel le hubiera gustado desenredar la trama de lo real vivido. Sin embargo,
no hubiese tenido el poder suficiente para ejecutar su mayor anhelo: ¿cómo
asaltar el tiempo transcurrido y modificarlo a su antojo? Imposible labor para
un hombre hundido en una sola realidad.”
Esta imposibilidad, quizás la más profunda razón de la
literatura, es la que se propone atravesar Edilio Peña en La cruz más lejana del puerto. La escritura es ese intento de
emerger de la “sola realidad” en que nos sumerge la existencia, y el lenguaje,
si bien es finalmente vencido, el instrumento privilegiado que nos permite
desplegar planos de realidad y congregarlos en el texto; probablemente la
novela por su condición heterogénea y su origen múltiple sea el género que
navega mejor en esas aguas. Yo veo en esta que hoy se presenta una
concentración de planos conducidos por el autor hasta el vértigo con un ritmo
implacable. Me parece también que el libro no admite una definición sumaria, o
al menos no la encuentro, por ello prefiero optar por la descripción.
Lo que sin duda sorprende al lector es
que lo quiera o no el desafío de su arquitectura se le impone. Cuando creíamos
estabilizarnos en su comprensión, el autor nos espera en la página siguiente
para movernos el piso y adentrarnos en un nuevo plano narrativo que nos
desconcierta y nos pregunta qué es lo que estoy leyendo, en qué género me estoy
moviendo, cuáles son las claves que me guían. Después de darle vueltas al
asunto llegué a una conclusión transitoriamente tranquilizadora pero que estoy
segura no es suficiente. La novela está escrita al menos en dos géneros
simultáneamente porque Edilio Peña condensa en este libro sus dos oficios
literarios: narración y teatro. De ese modo vamos discurriendo en el relato
inocentemente, como si se tratara de una narración convencional, y al mismo
tiempo sorprendiéndonos porque los relatos se despliegan en actos, escenas,
secuencias dramáticas, representaciones de lo representado. Peña lleva esta
lucha contra el hundimiento en “una sola realidad” hasta el límite. Decir que
explora el pasado de los personajes es absolutamente insuficiente.
Los protagonistas son al mismo tiempo que personajes de
una novela, actores de una telenovela que guioniza un autor invisible –Dios- en
el intento, como se dice en alguna parte, de superar esa frustración que es
para todo hombre no ser autor de su destino. De este modo la ficción en que
discurren sus propias vidas –las de los personajes- es una actuación o
representación a través del medio telenovelesco, y se constituyen en
existencias que pretenden descubrir mediante un procedimiento fantástico. Los
actores, ellos mismos, representan lo que fue su pasado y de ese modo llegan a
apropiarse de “la trama de lo real vivido”. Sin embargo, estoy segura de que no
lo explico claramente. El procedimiento recuerda el film “El show de Truman” de
Peter Weir. Les anoto brevemente el argumento: la vida de Truman es
constantemente monitoreada y proyectada como un show televisivo de alta
audiencia, y finalmente el protagonista descubre que todo ha sido una
escenografía, incluido él mismo, sus acciones, sus relaciones, sus sentimientos.
Aquí se trata de una telenovela que se construye monitoreando las vidas desde
una cabina de TV, en donde microscópicos chips registran los sentimientos y la
memoria de ellos mismos. El paroxismo de esta situación tiene lugar cuando los
protagonistas observan sus vidas, recuerdan así su pasado y descubren sus
misterios siendo espectadores de la telenovela “La cruz más lejana del puerto”,
e incluso establecen un negocio cobrando a los vecinos por verla, ya que al
parecer eran los únicos que todavía tenían un aparato de televisión.
Todo esto, así contado, puede hacerles pensar que se
trata de un libro enrevesado en el que será complicado disfrutar simplemente de
su lectura, pero he aquí que es una novela que se lee sin parar. Es un libro
que como definen los norteamericanos –y disculpen la traducción literal- se
presenta como un “volteador de páginas” porque tan pronto leemos una queremos
saber qué ocurrirá en la próxima. Aquí juega un factor importante el despliegue
imaginativo del autor que anécdota tras anécdota, escena tras escena, destila
una gota de veneno que nos obliga a seguir. Esto como novelista, pero sobre
todo como lectora, es para mí la clave del género. El caso es que Edilio Peña
es un escritor de poderosa imaginación y se le ocurren las más variadas
situaciones, pero prefiero no relatarlas porque si algo me impide leer un libro
es que me lo hayan contado. En este punto los dejo para que disfruten solos.
Sin embargo añadiré algo más a mi descripción. Es una
novela fuerte. Fuerte por su contenido que se me ocurre definir como una sátira
histórico-política en la que no encontrarán concesiones ni acomodos. Pero es
también una inspección muy profunda de nuestros complejos, resentimientos, de
las relaciones primitivas con el poder y el sexo. Los rincones que explora el
autor son aquellos en los que habita el envilecimiento, la abyección, la
humillación. Nuestra “sombra” diría un junguiano. Y, paradójicamente, aunque
desde luego no es una lectura optimista o exaltante, es muy divertida, con
escenas de franco humor y atravesadas por la más fina ironía. Además, el uso de
la parodia telenovelesca, de la teatralidad en la presentación de las
secuencias, y ciertos elementos tomados de la farsa, logran que el lector, como
dije antes, no descanse ni tenga tiempo de distraerse.
Es, por otra parte una escritura en la que no sobran las
palabras, problema que siempre tenemos los novelistas por nuestra tendencia al
relleno. Es casi inevitable rellenar por las múltiples situaciones y los
“enganches” que hay que producir para que el asunto se entienda. Recuerdo que
una vez le escuché a José Balza (o lo leí en alguno de sus textos) que él quería escribir una novela sin los
rellenos, que toda palabra fuera significativa y esencial. No sé si Edilio Peña
logra este ideal pero se le acerca bastante y ese lenguaje pulido, precisado,
indispensable, tiene mucho que ver con el teatro. Escribe con las mínimas
palabras para asestar el golpe y digo así porque no es una novela que se lee
impunemente.
“¿Qué más puede haber en la ficción que no tenga la vida
que me asombre?”
Con esa pregunta termino.
Ana Teresa
TorresEl acecho de Dios. Edilio Peña.
Presentación, 16 de mayo 2007.
ANA TERESA TORRES
Cuando leí la primera frase de la novela:
“La pesada sombra del águila se posaba sobre aquel profesor las veces que
pasaba frente a la casa amarilla y veía a la niña”, ya sabía a qué atenerme. Un
águila que planea sobre un personaje no podía augurar un texto tranquilo. Por
otra parte, no lo esperaba. Quien conoce las obras de Edilio Peña (“Los pájaros
se van con la muerte”; “Cuando te vayas”; “Resistencia”; “El huésped
indeseable”; “La cruz más lejana del puerto”, entre otras) sabe que no se
caracterizan precisamente por propuestas sencillas ni historias banales. Sus
propuestas narrativas obedecen a estructuras complejas y reflejan una educación
estética que exigen del lector un esfuerzo que será, se los aseguro,
ampliamente retribuido. En esta oportunidad, El acecho de Dios, nos pide que no tratemos de apoderarnos de la
novela, sino, por el contrario, que dejemos a la novela apoderarse de nosotros.
Que nos dejemos arrastrar por el ritmo frenético de su imaginación. Creo que
hay pocos autores venezolanos que tengan una imaginación tan poderosa como la
suya; en realidad, diría que no hay ninguno que pueda fácilmente nombrar.
Pienso que esa cualidad viene aparejada con su condición de dramaturgo. La obra
dramática requiere de un acto creativo que comprende lo visual, lo auditivo, el
diálogo, la escenografía, lo sorprendente, y así es cómo Peña escribe sus
novelas. Se ven, se escuchan, se presentan dentro de escenarios imprevistos, en
momentos abismales. Surgen en ellas personajes que no podríamos haber
imaginado, que actúan de un modo que no podemos suponer, que hablan de una
manera que nos saca del asiento. La fabulación se desencadena en una avalancha
de imágenes siempre teñidas por lo grotesco y lo farsesco, pero también por una
belleza visual que pareciera propia de un filme fantástico. Creo que con esta
novela Peña lleva a la exasperación sus fantasmas de escritor.
Otra característica de su escritura, que
en este libro adquiere su máxima expresión, es la posibilidad de componer el
guión y los diálogos en dos canales paralelos. Por un lado, el hiperrealismo
lacerante; por otro, la fabulación de las escenas más fantásticas e
inverosímiles. ¿Dónde se ubica la novela? Podría contestar que principalmente
en Mérida, pero lo más exacto sería decir que transcurre, en palabras del
autor, “en esa tierra de nadie que se encuentra entre la realidad y la
ficción”.
De ese modo, cuando pensamos que nos está
describiendo las mezquindades de una comunidad académica, situada en la
Universidad de la Cordillera, y que, por un momento, creemos que podríamos
reconocer, si no a los personajes, por lo menos sus estereotipos, súbitamente y
sin previo aviso, éstos abandonan todo viso de realismo para entrar en una
fantasmagoría alucinante. Ése es su modo de ver la realidad, y por eso digo que
debemos dejarnos llevar de la mano del escritor, porque, al final, no dejará
cabos sueltos, y las historias que componen la novela encuentran su lugar en la
estructura.
La novela tiene sin duda una lectura
política que no le será difícil reconocer al lector, pero, por eso mismo,
prefiero detenerme en otros temas. ¿Quién es su protagonista? Homero, un
personaje en el que concurren las más variadas identidades: niño abandonado,
maltratado por el ejército, ex guerrillero, payaso de circo, torturador, obeso
aspirante a maratonista, profesor de arte, ladrón, asesino, aspirante a
dramaturgo, pedofílico, revolucionario y Testigo de Jehová. Curiosamente el
nombre elegido para este complicado ser es el del célebre poeta de la
antigüedad, una figura venerable y venerada. Me pregunté por qué el autor lo
había bautizado así, y encontré que hay otros homeros. Los de las tiras cómicas
y las series de televisión. Homero Simpson, en sus fracasos, sus
irresponsabilidades y mediocridades; Homero Addams, que parodia la perversidad
y la crueldad. Efectivamente, el Homero de esta novela es una parodia, y, a la
vez, muy humano.
Todos los personajes que aparecen en la
novela son muy humanos, pero desfigurados por la mascarada y la bufonada. ¿A
dónde nos conducen?, a una historia de la infamia, como escribe el autor,
recordando a Borges. A una historia en la que el novelista nos introduce en el
submundo de nuestra realidad, en la degradación de nuestra identidad. Todos,
creo que sin excepción, son seres nacidos de la venganza, de “el poder que da,
el odio, a los resentidos”. Es una suerte de descenso a nuestros propios
infiernos, lo que propone Edilio Peña. Reconocernos en un espejo que nos
devuelve una imagen que no quisiéramos tener, y sin embargo, el lector verá
fácilmente que no nos están hablando de una realidad desconocida. La pobreza,
el engaño, la violencia, el abandono, la irresponsabilidad, la crueldad, son
las bases de esa imagen y las causas de un resentimiento y una venganza, más
fuertes que el odio de Dios.
¿Dónde está Dios en esta historia que
lleva su nombre? Por momentos me pareció que era el águila que mencioné al
principio, y que planea sobre nosotros observándonos, de la misma manera en que
lo hace sobre los personajes. En otros, más bien como una presencia secreta que
todo lo sabe, y que se encarna en la figura de un escritor vigilante que crea
la historia, pero que sabe que no puede
traspasar la ficción porque entonces entraría en el mundo real, que ya no es su
dominio. En todo caso, la novela nos advierte que todo lo que ocurre no pasa
inadvertido; que los crímenes que se cometen tienen su castigo; que el testigo,
sea quien fuera, acecha. Sabe lo que está ocurriendo y nada se puede ocultar a
su mirada.
En cierta forma el autor propone al
escritor como testigo de su tiempo, obligado, o quizá determinado, a mirarlo, a
componerlo, a trastocarlo en obra de creación para convertirnos a nosotros
también en testigos. La fuerza y la violencia del lenguaje cuando arremete
contra los protagonistas de ese tiempo me trajeron memorias de algunas novelas
de Reinaldo Arenas, cuando no encontraba otra cosa que sus palabras para
defenderse de un presente intolerable. Pero Edilio Peña no se limita demasiado
a ese presente, más bien bucea en el pasado, en un pasado que está vivo, y que
nos habla de monstruos y pesadillas que habitan nuestro imaginario, y que a
fuerza de payasear, de darlo todo por broma, de no reparar en el fondo trágico,
hemos creído enterrar y ha terminado por resurgir en la superficie. De ese
modo, después que conocemos la crueldad y la abominación de la que son capaces
los personajes, entramos en su historia anterior, en su infancia. Es una suerte
de saga del infortunio que va multiplicando la maldad y la violencia que se
encubre tras la convivencia cotidiana que irónicamente aparece de vez en cuando
entre bastidores.
Creo que El acecho de Dios quedará en el registro de la novelística de estos
años en su valor metafórico, en la capacidad de generar sentidos y significados
que únicamente tienen los textos literarios. Esa potencialidad de sentidos que
tiene una novela como ésta provocará multiplicidad de lecturas. Creo que no
habrá dos lecturas iguales de El acecho
de Dios. Yo les he contado la mía, y sólo me queda felicitar al editor por
haber ingresado a Edilio Peña en su catálogo, hacía falta una voz tan audaz
como la suya, y agradecerle a Edilio que me haya elegido para presentar la
novela que ahora nos entrega.
Edilio Peña
La cruz más lejana del puerto
José pulido
Hay personas que se revuelcan de la
risa ante una tragedia; he conocido a demasiada gente que no puede dominar las
ganas de reírse en los velorios. También he observado seres que consideran
cómica la poesía de William Carlos Williams o de Raymond Carver porque esos
poetas fabricaron sus guitarras invisibles con materiales cotidianos, comunes y
hasta domésticos.
He visto llorar a ciudadanos
dramáticamente conmovidos por una situación graciosa, y los he mirado
convertirse en diablos al apenas sentirse arropados por una atmósfera
sacrosanta y solemne.
He sabido de humanos normales, con
sentido común y todo, que prefieren lo correcto a lo agradable y he constatado
la existencia de gentecita que se queja a diario por la terrible violencia
criminal que todo lo embarga y a la vez se arrodillan ante la tumba o la imagen
de un malandro muerto que supuestamente hace milagros. Es que la humanidad es
una botica intensamente extraña. Usted puede encontrar tarados luminosos y
genios estúpidos, gente buena capaz de avalar o de causar un genocidio y gente
maluca protegiendo tucusitos en vías de extinción.
Por eso el libro, ese artefacto mágico,
puede ser hermético, luminoso, conmovedor, alegre, aburrido, fulgurante o
pálido, sublime o mediocre, dependiendo de quien lo lea. La gente le añade sus
virtudes y sus defectos al libro que escribe o al libro que lee.
Un libro es un universo porque contiene
todos los libros como dijo Borges. Y va cambiando para bien o para mal, para
crecer o deshojarse, de acuerdo a la persona que lo recorre. De allí que hablar
de un libro y comentar sus características es una gaya ciencia o en todo caso
una farsa divertida, porque lo que uno hace es expresar el libro tal como lo
leyó y tal como el libro lo cambió y lo retrató a uno.
Por eso prefiero hablar de los autores.
Se puede conocer medianamente a un escritor, pero captar la esencia de un libro
y retenerla es algo casi imposible y eso es lo que hace de la literatura un
universo paralelo y precioso. A mí me gusta pertenecer a la familia de los
escritores y los lectores que es una misma y única familia, porque uno
intercambia sus emociones y sus tosquedades con Homero y Hemingway, por
ejemplo.
La mente y el corazón de uno entran en
la mente y el corazón de los grandes autores, que están allí vivitos y coleando
en las páginas de los libros. A solas uno intercambia imágenes y sensaciones
con esos seres inmortales. Somos vampiros de la palabra, porque ellos ya, con
mucha antelación, nos han mordido el alma.
Leyendo esta novela, La cruz más lejana
del puerto, le he dado continuidad al vicio de leer a Edilio Peña. Es una
adicción de varias décadas aunque él parezca año tras año el retrato de Dorian
Gray, sin el horror gótico y nosotros hagamos la cola de la tercera edad para
comprar sus libros.
En La
cruz más lejana del puerto, Edilio interpreta esta época como sólo lo haría
Giuseppe Verdi si viviera hoy y creara una ópera sobre nosotros. Puedes
encontrar música en ese libro; armonías que fascinan y huracanes que arrasan
con todo.
En cada obra suya, Edilio instala un
planteamiento serio que carcome la conciencia. En este caso, según me parece,
ese roedor irónico morderá conciencias en el estamento militar.
De esta novela, que es una mata
tropical esplendorosa, puede tomarse también, como un fruto maduro, la imagen
nítida y convincente, tan cinematográfica, que es una imagen con sonido. Para
completar los placeres, Edilio teje algunos diálogos donde la fuerza más
antigua y enigmática de la dramaturgia, se va filtrando hasta hacer que uno se
siente involucrado con esos personajes que hacen daño o que sufren porque el
destino es como una telenovela.
Edilio
propiamente dicho
Conozco a Edilio Peña desde hace más de
veinte años. Todos nosotros, los escritores de mi generación, lo conocimos hace
más de dos décadas. Era un muchacho que parecía estar abriendo de par en par
las puertas batientes del mundo cada cinco minutos. El irrumpía con su
escritura inteligente, creativa, fresca pero misteriosa. Edilio se perdía unos
años y reaparecía igualito, aunque a veces con bigote y a veces sin bigote.
Nosotros envejecíamos y él era el mismo
muchacho. Comenzamos a sospechar que
Edilio Peña era el nombre de un personaje y que esos libros extraordinarios que
traía en carpetas para ser editados formaban parte de un hechizo. Nos
preguntamos en secretas conversaciones, que nunca quisimos llamar peñas:
¿habremos inventando nosotros a ese personaje durante algún delirio?
De repente aparecían obras de teatro o
películas basadas en sus textos, pero nadie sabía donde estaba Edilio.
El puede describir sus personas en unas
pocas líneas, como lo hace en La cruz más lejana del puerto:
“Al borde de una asfixia existencial
nunca antes sentida, contemplaba nostálgico la pasajera felicidad de los
amantes, capturada en aquella foto, a la manera de una postal de un viaje
irrepetible. Ansiaba poseer la condición de un dios todopoderoso para actuar
drástica y definitivamente dentro de esa imagen petrificada, para insuflarle de
nuevo el aliento vital, el intenso remanso del enamoramiento, el embrujo
devorado por el hastiado amor. Entonces, presionado por el acoso de la
imposibilidad, en un impulso ciego y repentino, se dispuso a cercenar con la
fría tijera la cabeza de aquella amada mujer: Amanda. La sangre manó profusa del cuello decapitado de la victima.
Una marea roja fue allanando el resto de la fotografía…”.
Después de eso el lector descubre que
el personaje se ha cortado un dedo con la tijera. Pero no tiene precio esa
manera de juntar realidad y ficción, bajo la invocación del rezo literario. En
la escritura de Edilio Peña todo tiene una razón de ser. Los paréntesis no son
usados a capricho, para redundar en esto o en aquello.
Cuando Edilio abre un paréntesis, es
porque va a encerrar allí, en ese capullo inquietante, una frase premonitoria o
determinante. Los paréntesis de Edilio son como pozos muy profundos, como fosos
por donde van pasando el Dante y Virgilio, alborotando las voces más sabias y
desesperadas de la antigüedad.
Cada libro de Edilio Peña es una ópera
como las de Verdi, porque al final se tornan irrefrenables las ganas de
aplaudir. Ya lo verán. Edilio es un creador que constantemente elabora
matriuskas con su literatura, incrusta literatura dentro de la literatura y
teatro dentro de la vida. Yo le agradezco siempre las emociones y las
sorpresas. Jamás su escritura ha decepcionado al lector que hay en mí. Y por
eso he querido hablarle sobre eso a mis otros amigos inventados, que llenan el
universo, eso que llaman biblioteca. O como lo diría Leonardo Milla: esta
librería infinita.
UN TEATRO INQUIETO
Leonardo Azparren Giménez
Extraño. Sórdido. Inquieto. Incluso,
macabro. Sin embargo, no esconde un humor sutil. Evade cualquier
encasillamiento, aunque tiene ascendencia noble que podría remontarse a
Aristófanes, con escalas en François
Villon y Alfred Jarry con su patafísica, la “ciencia de las soluciones
imaginarias”, sin ocultar una visión comprometida sobre la política nacional.
También es irreverente ante el gusto teatral establecido, ecuánime y conforme
en la última década; y ante algunos estilos y gustos que, cual modas, están
resabidos y manoseados. En síntesis, para comenzar, estas obras de Edilio Peña
tienen propósitos y estrategias diseñados para confrontar al espectador y
confrontarse consigo, con las que el dramaturgo se pone a prueba para producir
textos con sólida sustentación escénica. De esta manera explora zonas
escabrosas del ser humano y las representa sin mediaciones ni atenuantes.
Estos cuatro textos constituyen un
conjunto uniforme, gracias a un estilo discursivo en el que no está ausente un
sentido lúdico de las relaciones entre los personajes. Nuestro autor
desarticula el discurso realista sin abandonar algunos de sus recursos, como la
naturalidad aparente del habla; juega con él, en particular con el perfil
identitario y la aparente psicología del comportamiento de los personajes, con
lo cual plantea al espectador la necesidad de preguntarse qué tiene ante sí y
cuál es su sentido.
El juego dramático está presente en la desconstrucción del perfil de los
personajes y en la desarticulación de sus situaciones de enunciación. En algún
momento imprevisto dejan de ser lo que hasta entonces parecían para devenir
distintos, siendo los mismos. Sin embargo, no son cambios de personalidad
psicológica, sino la sucesión y superposición de roles según el devenir de la
fábula y los ardides de la intriga, combinados para acentuar la naturaleza
imaginaria de las situaciones de enunciación que dan sentido a la acción
escénica. Por eso, la verosimilitud reside en la consistencia de la situación
básica de enunciación que da unidad de sentido al texto, y no en alguna
similitud entre lo que ocurre en la escena y el espectador. El carácter
performativo de las obras es más importante que la ausencia de lógica realista
en lo que en ellas sucede, cuya lógica discursiva y teatral es rigurosamente
imaginaria y coherente a partir de una situación inicial absurda. Esto lo logra
con el empleo de una pluralidad de códigos que se complementan y confrontan
para construir y desconstruir el relato.
En estas obras es decisiva la
configuración de los lugares de la acción, un espacio “viviente” en el que el
accionar de los objetos va más allá de sus relaciones utilitarias habituales
con el personaje, para devenir también en sujetos de la fábula. Los objetos
hacen aportes importantes al desarrollo de la acción; hablan incluso. El
espacio de la acción dramática es cerrado pero flexible, se expande en la
escena hacia zonas oscuras para dar la sensación de infinitud. Por esto, el
lugar de la acción desplaza su sentido con el desarrollo de la fábula, siendo
en gran medida distinto al final.
La dinámica de los objetos en el espacio dramático puede alcanzar
significados surrealistas, como ocurre con el retrato y la oreja en Trompa de elefante. Igual ocurre con el
tiempo, atemporal por carecer de referentes consistentes con la historia del
espectador, a pesar de las alusiones políticas concretas, cuya función es
reinstalar al espectador en su realidad.
Un rasgo sólido común importante es
la familia. En La ópera del suicida, Trompa de elefante y El mago del patíbulo las relaciones
filiales articulan la intriga y la fábula, incluso cuando son desconstruidas
para que la fábula no quede atrapada por alguna lógica realista. Son relaciones
conflictivas, en las que ambas partes –padres e hijos, no hijas- reclaman algo,
la muerte es una paradoja y la identidad es puesta en duda.
Tal y como está concebida la acción,
las relaciones que los personajes mantienen entre sí y con su hábitat hacen
posible que no solo los diálogos expresen lo que los textos contienen. El continuum entre diálogos, acotaciones y
didascalias es fundamental, para la comprensión de la obra y para su puesta en
escena. Acotaciones y didascalias no son indicaciones escénicas habituales; son
elementos de la estructura discursiva y del sentido de los diálogos, y en
algunos momentos son más importantes que lo que le oímos decir a los
personajes. En La ópera del suicida,
la presencia de El Ahorcado y el cartel de publicidad son un centro de atención
tan importante como la acción de Ma y Pa. El cartel “muestra el foso oscuro y
profundo de la garganta”, y
“de la garganta se
escucha un aliento grave, como un fuerte remolino que sale de su interior y
succiona lo que halla a su paso. Los objetos de la habitación comienzan a
temblar. Algunos caen y son arrastrados. Pa y Ma se toman de las manos
tratando de resistirse a ser tragados por la garganta. Se estiran como muñecos
de goma”.
Poco después, la atención se centra
en El Ahorcado:
“La silla se arrastra
por sí misma hasta debajo de los pies de El Ahorcado. Éste se apoya sobre ella y, con las dos manos, desata la cuerda que
con un lazo la sujeta al cuello. Sin embargo, se la volverá a poner y andará
con ella como un miembro más de su cuerpo”.
En
El mago del patíbulo, espacio y
objetos están vivos y así lo dice la acotación:
“Napoleón mira
estupefacto cómo el documento que ha arrebatado a El Hombre, inesperadamente, vuelve de nuevo a las
manos de aquél. Insiste en quitárselo, pero el documento regresa una y otra vez
a las manos de El Hombre”.
El equilibrio y la tensión entre
diálogos y acotaciones es una dialéctica determinante para el sentido de cada
obra, por lo que las últimas no pueden ser ignoradas como ocurre en algunas
obras icónicas del teatro contemporáneo. Las acotaciones y didascalias son,
también, mensaje performativo. En este sentido, estamos ante unos textos que
van más allá del discurso tradicional del teatro venezolano, e ir más allá es
aproximarse y navegar en las complejas y polémicas aguas del teatro posmoderno.
Y he mencionado la palabra peligrosa
y resbaladiza. La empleo, en primer lugar, porque estas obras de Edilio Peña se
resisten a la interpretación cartesiana, no pueden ser reducidas a un mensaje.
Además de la preeminencia de su condición performativa que se impone al
“mensaje”, la mezcla de códigos verbales y no verbales responde a la lógica del
universo imaginario de Edilio Peña, no a presupuestos ideológicos, a pesar o
gracias a las referencias a las circunstancias venezolanas de la última década.
En El mago del patíbulo se hace
presente Saddam Husein para ser ajusticiado; en La noche de la bestia, la tragedia de La Guaira es traída a
colación para acentuar la situación ambigua de La actriz; en Trompa de elefante se hace presente el
“gobierno revolucionario”, la expropiación de terrenos baldíos para darlos a
damnificados y la disposición de los revolucionarios de impedir que “nadie más
conozca la risa”; y en La ópera del
suicida el petróleo hace su aparición para justificar un negocio de El
hombre sin cabeza.
Esta manera de aterrizar en la vida
cotidiana, esta llamada de atención sobre nuestras circunstancias históricas
está inserta en el sentido global del discurso, en el que la gestualidad se
impone sobre la palabra, el lenguaje cotidiano adquiere ribetes inauditos y el
texto es un “collage tonal”, según una expresión empleada por Alfonso de Toro
en su artículo “Postmodernidad y Latinoamérica” (Revista Iberoamericana, N° 155-156, Abril-septiembre 1991).
La expresión “collage tonal”
adquiere sentido por estar ante un conjunto de obras que emplea recursos del
teatro realista, pero también del absurdo; muestra el compromiso actual del
autor al tiempo de desarticular con frecuencia el discurso; en suma, insinúa un
mensaje colocado en la experiencia global de la representación.
En el contexto de la dramaturgia
venezolana, estas obras de Edilio Peña insurgen retadoras para cualquiera. El
lector tiene ante sí un universo ficcional complejo, rico en sugerencias e
imágenes y con un habla aparentemente normal por su lógica interna pero extraña
por la situación en que es pronunciada. El complejo de metáforas sobre las
relaciones familiares o la convivencia social exige de la imaginación del
receptor –lector y espectador- mayor capacidad de comprensión.
La tipología de las situaciones escénicas y de los personajes constituye
un verdadero reto para quien las lleve a la escena, porque rebasan las maneras
rutinarias de actuar y de concretar el espacio escénico; son demasiadas las
exigencias para crear las atmósferas, los ritmos y el gestus, entendido este como el comportamiento global del texto y de
la representación.
Estamos, en rigor, ante unos textos para el futuro, no para las
condiciones actuales de producción del teatro venezolano.
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