La cruz más lejana del puerto





                                                      



                                                    La cruz más lejana del puerto













                                                                                                                           ausente inolvidable: mi padre








                               La ciudad es la que debe ser juszagads, aunque seamos sus hijos quienes paguemos el precio.
El cuarteto de Alejandría.
Lawrence Durrell

                                                                
                                                                 I
A Manuel le hubiera gustado desenredar la trama de lo mal vivido. Sin embargo, no hubiese tenido el poder suficiente para ejecutar su mayor anhelo: ¿cómo asaltar el tiempo transcurrido y modificarlo a su antojo? Imposible labor para un hombre hundido en el mar espeso de una sola realidad. Ahora estaba sumergido en la desolación, en una especie de depresiva certidumbre. Se sentía arrojado en el pantano de la nada. La circunstancia lo hacía parecer una figura patética y risible. Echado en la cama, con la tijera en la mano, rumiaba ojeroso el tiempo congelado en las fotografías del álbum. Su respiración entraba y salía de sus pulmones con el agudo silbido de un asmático incurable.
Al borde de una asfixia existencial nunca antes sentida, contemplaba nostálgico la pasajera felicidad de los amantes, capturada en aquella foto, a la manera de una postal de un viaje irrepetible. Ansiaba poseer la condición de un dios todopoderoso para actuar drástica y definitivamente dentro de esa imagen petrificada, para insuflarle de nuevo el aliento vital, el intenso remanso del enamoramiento, el embrujo devorado por el hastiado amor. Entonces, presionado por el acoso de la imposibilidad, en un impulso ciego y repentino, se dispuso a cercenar con las frías tijeras la cabeza de aquella amada mujer: Amanda.
La sangre manó profusa del cuello decapitado de la víctima. Una marea roja fue allanando el resto de la fotografía.
La delgada imagen sucumbió al ondulante movimiento de esa serpiente sin destino. El vestido blanco de la dama se tamizó con la púrpura ardorosa que corre por las venas. La postura relajada de su figura permaneció imperturbable ante el asalto de ese otro, quien desde el instante supremo del hoy, la celaba ansiosamente. Manuel acompañaba a la mujer dentro de la foto con un sombrero de panamá y un sentimiento de dicha, rival con el que sentía en el presente. Entonces reaccionó, perturbado ante su doble protagonismo, dándose cuenta de que accidentalmente había perforado su propia carne. Uno de sus dedos sangraba copiosamente. De un salto se levantó del lecho y corrió hasta el baño; con el agua del chorro del lavamanos intentó contener el viscoso líquido. La medida resultó inútil y decidió succionarlo. Frente al espejo, creyó ver a un sediento e insaciable vampiro. La sangre se desbordaba por la comisura de su boca.
Manuel se percató en ese preciso instante de que la trascendencia de eliminar a alguien superaba la simple organización de un plan para no dejar nada al azar. Lo hecho con la foto era la prueba más expedita de su torpe inexperiencia. Cerrando los labios de la herida con una cinta adhesiva, se prometió no dejarse arrastrar por el desbordamiento de las emociones. Era mejor controlarlas o ignorarlas. Pero, ¿cómo hacer con el punzante sentimiento que desgarraba su corazón? Lamentablemente, todavía no era un asesino (eso creía) ni había alcanzado la necesaria resolución y aplomo; además, el crimen que ahora ensoñaba aún no lo había cometido, apenas lo rumiaba en los predios de su ansiosa imaginación.
¿Llegaría a tener el valor jamás alcanzado por su padre? No lo sabía. No hubiese estado demás su uniforme militar para vestir el rol a interpretar en la domesticidad de su nueva residencia. Si bien su procreador fue el instrumento servil de la Guardia Nacional, él comenzaba a ser el valet de una estrella de televisión, como su ascendente llegó a ser (¿a con ciencia?) el cornudo estelar de una ninfómana. Manuel se reconocía impotente para incidir sobre los secretos designios de los acontecimientos, así como sobre su autor potencial: ese alguien sin identidad, creador del rígido entramado de la existencia de un hombre. (Nadie elige lo que habrá de ser en este mundo.)
Sabiéndose fruto de una historia desgraciadamente acontecida e intolerable para su memoria, luchaba por borrar la tinta de la vergüenza en un inútil esfuerzo psíquico. Igualmente, el más cercano y raro de sus hermanos sufría por el bochornoso pasado familiar. Ambos querían conjurar a través de caminos distintos la tara de una procedencia inmerecida: él como actor, el otro como oficial de la Guardia Nacional, aunque las metas alcanzadas no necesariamente corrigen y purifican las fracturas del alma.
En una singular paradoja, Manuel eligió la profesión de las máscaras y la simulación, quizás producto de la herencia inconsciente aprendida del infeliz cornudo; en cambio, el Raro prefirió la carrera militar en recuerdo del oficio de su verdadero padre: aquél otro guardia nacional, un negro petulante de dudoso espartanismo, muerto borracho en un extraño accidente de tránsito.
Manuel terminó por aceptar la segunda humillación porque en el fondo no quería regresar a la primera. (Quien se acostumbra a la abyección, comienza a descubrir en ella el sometimiento de un irresistible placer.) Volver a su lugar de origen implicaba regresar de alguna forma al duro pasado fa- miliar, así como reencontrarse con una fauna de actores frustrados, al no haber logrado ninguno su cometido estelar: ser rutilantes estrellas en un cielo de consagrados. Él no deseaba mirarse en ese espejo inmerso en la memoria, se resistía a ser reflejo perpetuo de su hechizo. Pretendía detener la costumbre a la cual conduce el vejamen. Promesa que no había cumplido desde su partida de esa ciudad orillada al inmenso mar: «La cruz más lejana del puerto». Albergue de la mitad de su vida. Recinto volcánico donde se amasaron sus primeros sentimientos con el designio de la perturbación y el desvarío. (No se debe volver al lugar donde uno más ha sufrido. Más si el sufrimiento tiene la misma forma de la primera vez.) Ése era el pensamiento más recurrente que pulsaba en su cerebro. Se negaba a imaginar el regreso. El solo acto implicaba repetirlo. No deseaba retornar a las palizas de la infancia, al delirio de la adolescencia, a la escuela de teatro donde una vez estudió actuación, a la compañía teatral donde un viejo compañero de promoción convirtió el oficio de Tespis en un jugoso negocio para beneficio personal. En fin, no deseaba estar donde no debía estar. (Pero, sin saberlo, el hombre puede regresar a lo mismo por los diferentes caminos de la historia y el absurdo.)

Esa mañana de verano Manuel se vio obligado a aceptar la propuesta de Amanda. Sabía, al transitar por los umbrales de una baja autoestima, los riesgos de precipitarse por el abismo del desquiciamiento donde sucumbió, progresivamente, aquella que lo parió una noche encendida de luna llena. A Manuel la vida no lo proveyó de una mejor oportunidad ni del poder para elegir con favorable conveniencia. Una impronta que llevaba consigo toda su familia.
La costumbre lo levantó a la hora de siempre. Sigilosamente salió de la casa y regó las matas del jardín. El círculo de fuego emergía en el horizonte con el estallido de su incandescencia. Le dio de comer a los gatos y volvió a la habitación principal con una bandeja de plata y el perfume de una rosa recién cortada. Activó la música clásica y abrió las amplias ventanas que miraban hacia el inmenso mar. Una brisa suave acarició el durazno de las cortinas. Una hermosa morena, de ojos almendrados, empezó a desayunar mirando un noticiero de televisión. La mujer no agradeció el detalle que acompañaba el menú. Tampoco correspondió al beso de buenos días, y con el control remoto acalló bruscamente la dulce melodía de Chopin que se escuchaba desde el radio reproductor. En un tenso silencio lo ignoró, como lo hizo con el detalle de la flor. Un oscuro y misterioso impulso la conducía.
Manuel la observó, con creciente expectativa. Esa mujer no se parecía a la de la noche anterior, aquella que había gritado que lo amaba mientras galopaba atravesada por el rígido tronco de su sexo. La luz del día la había convertido en otra, desterrando la declaración de su pasión. Amanda apartó la mirada de la pequeña pantalla, limpió el lustre lechoso de sus labios y lo abordó con determinación.
—Manuel…
—Dime —dijo éste, pareciéndole raro no haber sido llamado por su nombre artístico.
—No quiero seguir contigo.
La confesada decisión lo paralizó. Sus esfínteres no pudieron contenerse y el orín bajó caliente por entre sus piernas. El pobre dejó escapar un mudo aullido; las lágrimas saltaron de sus enrojecidos ojos. Desamparado, intentó asirse a una de las manos de afiladas uñas. Fue rechazado con brusquedad.
—Múdate.
—¿Adónde? No he podido conseguir trabajo. Nadie me ha querido contratar como actor. No tengo la estatura de tu nombre —dijo, creyendo hundirse en un anegoso pantano.
—Vivirás en el estudio por un tiempo. Luego te marcharás.
—No entiendo.
—A partir de hoy, coordinarás las labores domésticas de la casa.
—Amanda, por favor, no seas dura conmigo. No me sometas a esa humillación —el tono de su voz expresaba ruego, pero también la rabia inconfesada del impotente.
—¡A ti te gusta! —gritó ella, llena de soberbia.
—Es distinto servirte a ti.
—Será tu trabajo.
—Préstame dinero y me iré.
El hombre estiró la mano como un mendigo sin ojos. Amanda se detuvo en la palma extendida del invidente, y soltó con el desdén de las palabras un escupitajo.
—No podrías pagármelo. Además, estoy cansada de mantenerte.
Manuel enmudeció, fijando sus pupilas en ella. (¿Era la que fue? ¿Por qué algunos seres tienen la capacidad de cambiar cuando uno menos lo piensa?) Entonces se abalanzó sobre la brutal belleza, abrumándola de besos, saliva, moco y llanto. Amanda volvió a rechazarlo con la helada insensibilidad del poder.
—¡No me toques!
—¡Por favor, no me dejes! ¡Tú no me puedes dejar!
—Está decidido.
—¿Existe alguien más?
—No…
—¿Quién te convenció de dejarme?
—Nadie.
—¡Bola de Nieve!
—No. Mi representante no tuvo nada que ver. Él se ocupa de mis negocios, no de mis sentimientos.
—No lo creo. Haz dejado de nombrarme en las entrevistas. Ya no te declaras enamorada. Ese argentino te fue alejando de mí…
—Nadie más influyó. Fue una decisión personal. Te lo juro por la cruz que da nombre a tu ciudad.
—Dame un poco más de tiempo. Estoy intentando como escritor.
—A nadie le gustan tus guiones. Ayer recibí una llamada de una empresa cinematográfica. Me pidieron comunicarte que no volvieras a insistir.
Fulminado, Manuel recordó un pasaje de la infancia de su progenitor, cuando éste quedó huérfano de madre y deambuló por la plaza de su pueblo como un triste limpiabotas. La distante figura del abuelo desconocido de Manuel, terminó por darle cobijo en otro núcleo familiar. Al poco tiempo el expósito conoció la impermanencia de la felicidad. De improviso, le arrebataron los privilegios y lo convirtieron en el muchacho de servicio del estrenado hogar; lo obligaron a dormir debajo de la mesa del comedor, abrazado a la mascota de los hijos legítimos. El perro negro, de orejas caídas, era feliz durmiendo entre los brazos del bastardo. Allí, el infante aprendió cómo el vínculo de la sangre no es garantía para el incondicional afecto. En ese período, el inexplicable patrón de convivencia le hizo internalizar al niño una forma escindida de relacionarse con los demás y consigo mismo. La excepcional experiencia marcaría por siempre al desgraciado. En el futuro, al sucumbir su matrimonio en la crisis previsible de toda relación de pareja, un mecanismo en la mente del adulto se activó para vengarse de sus hermanos: a través de sus vástagos «oficiales». El medio del cual se sirvió el resentido lo representó la creación de una familia paralela, donde los hijos naturales concebidos con la concubina serían los realmente privilegiados económica y afectivamente por él. El pobre diablo nunca estuvo consciente de lo ilógico de su venganza.
La rememoración de este episodio de la vida de su padre le trajo una pregunta puntual: ¿por qué la historia se repetía en una rígida elipse? (Un hombre es un hallazgo singular en el universo, mas la vida de su semejante desdice ese privilegio supuestamente único.) Amanda ignoraba ese fragmento de su pasado; sin embargo, parecía hacer uso de la raíz propulsora de la personalidad de Manuel. ¿Alguien se lo dio a conocer?
Humillado, Manuel se dirigió al clóset; en una maleta guardó sus ropas, con el lento orden de la obligada despedida. Una lágrima de sal dibujó una herida en su temblorosa mejilla. La actriz salió de la habitación y convocó al resto de la servidumbre y les comunicó su drástica decisión. La moza aindiada y el negro de ojos desorbitados se quedaron mirando con expresión de desconcierto a la estampa desencajada y húmeda de quien —hasta hoy— habían tratado como «el señor de la casa». Manuel conoció el rostro de la burla en la necesidad apremiante. De repente, una carcajada estalló en pleno dramatismo; el abochornado buscó al autor de la risa, encontrándolo en la dentadura blanquísima del negro.
—¿De qué te ríes, imbécil?
—De mí señor, de mí… —contestó el sirviente con el eléctrico reflejo del propio Manuel.
—¡Un poquito más de respeto para quien habrá de sustituirte como jefe de la servidumbre! —gritó Amanda dándole un sorbo de leche a una de sus mascotas.
El regaño al lacayo hizo más patética la situación para Manuel; tuvo la impresión de diluirse en la representación de una ficción inoportunamente instrumentada. Supo, así, cómo el presente habría de convertirse en una prisión mucho más dura que la heredada.



La más reciente historia se desencadenó cuando la actriz viajó desde Hollywood hasta la capital del país petrolero. El fin era protagonizar una telenovela, donde Manuel figuraría como actor en un papel sin ninguna importancia. Un repentino fulgor imantó a ambos en la recepción brindada por la planta de televisión. Entre el bullicio de la concurrencia, y bajo el acoso de los medios de comunicación, el anónimo logró colarse en el sitio con un traje alquilado, convirtiéndose esa noche en la compañía más cercana de la estrella. Al día siguiente una foto aparecería en la primera página de los periódicos, relegando en primicia a las más notables figuras y asistentes del evento social. (¿Quién era el desconocido —ese calvo de deprimida estatura— que empinando un vaso de whisky sujetó el brazo de la agasajada toda la noche?) Nadie encontró respuesta al azaroso encuentro, donde la relevancia estelar de un don nadie del medio artístico los sustituyó en protagonismo.
Manuel sedujo a Amanda con su voz grave, bien timbrada y pausada, y con esa servicial atención al cubrir sus apetencias y caprichos en las grabaciones de cada capítulo de la tele- novela. Él siempre estaba allí para proveerla con sumisión y galantería. En las pausas o en el descanso, cuando la actriz parecía sucumbir al aburrimiento de una historia relentada por el rating, el Cicerón caribeño actuaba ostentando un conocimiento enciclopédico, removiendo con ello la envidia de los demás. Hablaba de teatro, de literatura, de política, de cine. Amanda estaba subyugada por aquel ser lleno de información y conocimientos, sobre todo cuando éste le contaba prolijamente las intimidades más secretas de las legendarias divas de la época dorada de Hollywood.
Entre los técnicos del estudio Manuel se ganaría el remoquete de «El Peluche», porque al término de cada grabación la celebrada intérprete lo consentía como a su indiscutida e imprescindible mascota. Al ducho intelectual le irritó el sobrenombre; no obstante, debió aceptarlo cuando a la primera hora de una mañana la propia actriz llegó al estudio y preguntó en voz alta:
—¿Y mi Peluche…?
Escondido, el figurante sucumbió a la debilidad de saberse querido, así fuera en el extremo de la caricatura. La obsequiosa fortuna le brindaba una oportunidad para superarse y no la podía desaprovechar. Amanda sería el puente para ir a la otra orilla de la vida.
La actriz volvió a preguntar con su melosa voz por el megáfono del director.
—¿Dónde está mi Peluche?
A Manuel no le quedó otra alternativa y respondió al apodo pronunciado por el mito. No sin antes pensarlo unos segundos; temía hacer el ridículo y redundar con ello sus disimulados complejos.
—¡Aquí estoy, mami!
Con forzado orgullo, el Peluche salió de entre los camerinos sudoroso y nervioso. Amanda lo estrechó entre sus brazos. Le hizo aniñados mimos y él sonrió con una inocencia inédita; parecía el acosado monito de un circo. El galán de la telenovela miró con reconcentrada envidia y ácido desprecio el repentino ascenso de un actor de segunda. El personal del canal estaba desconcertado. La desigual pareja se convirtió en la comidilla de todos. Al lado de la actriz, con unos zapatos de suela gruesa, el exiguo actor empezó a lucir más alto. Inexplicablemente, su cabeza se pobló de cabellos; su aspecto empezó a mejorar. La primerísima exigió del director de dramáticos, para los siguientes capítulos de la telenovela, una mayor relevancia para el actor de su preferencia. El libretista se opuso enardecido; entonces la estrella amenazó con renunciar. El escándalo estaba en puerta. Una cuantiosa inversión corría el riesgo de extraviarse por el capricho de «la importada». La junta directiva del canal sopesó la situación y cedieron a «la propuesta» de la diva. El libretista fue despedido, sustituyéndolo por uno más dócil y así, en el capítulo final de la telenovela, el personaje sin importancia interpretado por Manuel terminó por ser el dichoso protagonista masculino de la historia rosa. El verdadero galán debió conformarse con morir de manera «más o menos digna» en el penúltimo capítulo. La audiencia protestó, pero ya era demasiado tarde para frenar tan paradójico destino. El culebrón había concluido y sólo quedaron los chismes, como la carroña a disputarse los zamuros de la farándula.
«En México no se lo hubieran permitido», escribió un columnista que conocía al dedillo el pasado accidentado de Amanda.
La actriz eligió la noche final de la telenovela, el día de su cumpleaños —una edad que por lo general las mujeres no confiesan—, para la reservada sorpresa de invitar a su pupilo a la suite del hotel. Manuel no lo podía creer. Sintió cómo el cariño compartido demandaba mayor intimidad por parte de su adorada. Entonces, en un acto de obsequioso narcisismo, se convirtió en el regalo predilecto de la cumpleañera. Amanda tampoco lo podía creer. La actriz rió a carcajadas al ver cómo una cinta se deslizaba por debajo de la barbilla del actor, coronando su cabeza con un enorme lazo rojo.
—Payaso. Debiste ser un payaso.
—¿Por qué lo dices?
—Eres tan cómico.
La cara de Manuel ardió, y Amanda lo consoló entre el fuego de su pena.
—No tienes por qué avergonzarte. Me gustas como eres…
—Lo hice por ti. Te lo juro. Nunca antes lo había hecho.
—Lo sé, mi Peluche, lo sé…
Una limusina descapotable trasladó a la pareja hasta el hotel con el reconcentrado mutismo de un uniformado chofer. En el interior del automóvil, la frase recién dicha por Aman da se repetía horadante en la cabeza de Manuel: «Payaso. Debiste ser un payaso».
En el mullido sofá de la habitación, degustando un helado vino blanco y bocadillos de caviar, «el regalo de cumpleaños» relató los perfiles de una biografía no vivida por él; y con los ardides del experimentado cortejo, sustrajo la parte más sórdida de su pasado. Esbozó un falso y armónico relato. Una bucólica familia le había dado existencia a su ser; humildes pescadores tallaron su sensible corazón.
—Créeme —insistía—. Mi mayor deseo desde niño fue llegar a ser una estrella, semejante a las de la bóveda celeste.
Un dedo apuntó hacia el techo de la suite; la reluciente transparencia de un espejo siguió como un ojo demasiado vivo a los dos comensales.
—Aspiro convertir en realidad ese dulce sueño, con el favor de la buena fortuna y el más modesto de los talentos —dijo suspirando el cándido.
Conmovida por el arrullo de la bella historia, Amanda se sintió enamorada de aquel humano personaje. Entonces deslizó una mano por su espeso y florecido cabello; deshizo el lazo y, arrobada, se dispuso a gozar del obsequio más importante de su aniversario. Ebrios, la medianoche condujo a la pareja hasta el vaporoso lecho de sábanas blancas. La pasión se desenfrenó entre los pliegues de un sentimiento impostergable; se arrancaron las ropas, la piel y el alma. Manuel exhibió su maciza desnudez bajo la ardiente luz de una lámpara de pie. Amanda murmuró impávida lo que en otra ocasión (sin los efectos del alcohol y algo más) no se hubiera atrevido a decir:
—Madre huevo. —En ese instante, la mujer supo adónde había ido a parar el resto de la estatura del enano.
En un rapto de lucidez, el gozón se interrogó: ¿así es como se expresa una estrella en la intimidad? Entonces la conminó, temblando de excitación:
—¡Mámamelo!
Acto seguido, la actriz ejecutó la acción como en una escena dirigida por un experimentado director de Play Boy.

Manuel no volvió a la sórdida pensión donde vivía. Ni siquiera regresó por sus ropas: un curtido pantalón y dos camisas. Se sentía distinto y nada de lo anterior le hacía falta. Debajo de un vaso con agua, la dueña del hospedaje encontraría el pago último del alquiler del cuarto. La relación recién iniciada con la renombrada actriz lo separaba y lo purificaba del pasado remoto, y a su vez, del más cercano de los tiempos. Era como ingresar a la producción de una nueva telenovela.
Entregado a la ilusión de una inmejorable trascendencia, Manuel se divorció de la gente más próxima y decidió cambiarse de nombre. Entraría a la gloria con un nombre en inglés. Amanda lo ayudaría en la escogencia de su nueva nombradía.
—A partir de ahora te llamarás John.
No volvería a comunicarse con el resto de su familia. Dejó de contestar las cartas del Raro y las llamadas telefónicas de Teresa. Con la cirugía plástica corrigió las irregularidades de su rostro. En un gimnasio talló la musculatura de su cuerpo; lo vistió con las telas más nobles, hasta resaltar su revitalizada masculinidad. En ese primer período de dicha, descubrió cómo el verdadero amor se inaugura consigo mismo. Los comentarios adversos por su sorpresiva transformación los rotuló con una frase: «La cochina envidia».
Vestida de blanco, la actriz convocó una rueda de prensa en la piscina del hotel. Una troupe de mesoneros servía diligente un suculento desayuno, amenizado por un río burbujeante de champán. Allí, la asediada declaró:
—Un milagro —dijo al posar sus ojos en el motivo de su ventura.
Dos años antes y en otro lugar, la actriz había manifestado exactamente lo mismo, emparejada con un empresario de la televisión azteca. Pero Manuel ignoraba la astuta capacidad de ocultar y simular de Amanda. El inesperado desliz verbal en la primera noche de cópula lo recordaría en el futuro no como el juego irreverente del amor, sino como la orilla de un pantano donde él, irremediablemente, también sucumbiría. Amanda había comprado la pluma y la lengua de los comentaristas de farándula para que éstos, por ningún motivo, hicieran referencia de su vida profesional y personal, dentro y fuera del país donde estaba.
Alguien se atrevió a preguntar en el soleado festejo:
—¿Habrá boda?
—Por ahora, es suficiente con la de la telenovela.
—En el futuro, nuestra realidad será como la ficción —comentó el fabricado galán, tratando de no ser relegado en el ágape periodístico.
—¿Qué piensan hacer?
—Regresar a Hollywood.
—¿Usted conoce Hollywood? —preguntaron al novio con mala intención.
Sin poder responder, el entrevistado cubrió su cabeza con un sombrero de panamá; Amanda lo sacó del apuro cerrándole los labios con el camuflaje de un oportuno beso.
—De memoria. Por él me enteré del destino infeliz de Vivian Leigh. El mío será más dichoso.
—Yo seré mejor que Lawrence Olivier —agregó con petulante desparpajo el engreído.
Un prestigioso diario de circulación nacional tituló en primera página, con llamativas y cinceladas letras de molde:
«Amanda Ochoa vuelve feliz a Hollywood con su Peluche». La otra foto memorable, a full color, mostraba a la pareja en la escalerilla del avión con una amplia sonrisa, rumbo a la Meca del cine. Antes, en los alrededores del aeropuerto, los fans de la estrella se dividieron en una tumultuosa pelea. Unos aprobaban la nueva elección sentimental de la actriz; otros la rechazaban.
Cuando los dos flamantes artistas fueron a cruzar la alcabala del terminal aéreo, un perro antidrogas olfateó con insistencia —por encima del vestido semitransparente— el sexo frondoso de Amanda. El guardia, quien sujetaba al animal, no le dio importancia al arrebato repentino del can, quizás porque la actriz era la más venerada, después del Sagrado Corazón de Jesús, en el recinto de su humilde familia. El funcionario policial la dejó pasar sin revisarla. En agradecimiento, ella le obsequió un autógrafo para el colectivo de sus afectos.
En el interior de la nave, ubicados en sus respectivos asientos, Manuel no hizo ninguna pregunta inoportuna a su compañera; no se dejó allanar por la curiosidad facilitada por la intimidad de la relación, pero sí empezó a sospechar de aquel supuesto «tic nervioso» de su respingada nariz. El avión despegó y el pensamiento de la duda y la intriga se esfumó plácidamente entre las nubes.

En un lujoso pent-house de Hollywood, ensayando el aria de una ópera napolitana, un argentino de desproporcionadas formas ignoraba cómo las argucias de un enano del tercer mundo ponían en riesgo su inversión en la carrera de la actriz que también buscaba éxito y fortuna en el cine. Dos intervenciones en una porno light era lo máximo que había conseguido para ella hasta ahora. Necesitaba cambiar de rumbo, de oportunidades y de mercado. Por lo tanto, no toleraría la intromisión de un recién llegado.
Terminado el ensayo, el gordo se duchó y se vistió con la refinada sobriedad de un ejecutivo. Bajó por el ascensor musitando una obertura. En la calle, anclado en una esquina, le costó conseguir un taxi. La mayoría de los taxistas ignoraron el volumen sudoroso del frustrado pasajero. Ninguno se detuvo. Ni siquiera cuando oyeron triplicar a gritos la tarifa del pasaje. Finalmente, el conductor de un camión de verduras se paró y le dio un aventón a lo que consideró un olvidado saco de papas.
El gordo se instaló en la sala de espera del terminal aéreo. No entendió el retraso del vuelo en el que habría de llegar su dilecta actriz. Esperar le resultaba insoportablemente aburrido, pero con el tiempo descubrió sus beneficios. Llegó a considerarlo parte integral del trabajo de un representante de artistas a medio camino entre el ascenso o la consagración definitiva. La espera se convirtió en el medio para disfrutar de una predilección tan fascinante como la ópera: comer. Después de engullir un panino de salmón y una malteada de chocolate, su cabeza comenzó a balancearse. Lamentablemente, la impertinencia de unos niños no lo dejaba dormir. Entonces, Bola de Nieve movió su enorme trasero, ahuyentándolos con una estruendosa y maloliente ventosidad.
Al concierto de sus intestinos se sumó el sonido de su celular. Nervioso, el gordo lo buscó por entre sus bolsillos y no lo encontró. Acosado por el insistente y penetrante repique telefónico, ubicó el pequeño artefacto dentro de su pesado maletín negro; una llamada de larga distancia estaba en puerta. Después de una sostenida y prolija conversación, la bola de grasa regresó —como pudo— al pent-house. Allí prendió su computadora; y en un archivo confidencial encontró un expediente (con el soporte de varias fotografías) de la nueva «joya» a estrenar por Amanda en las noches ardientes de Hollywood. Bola de Nieve no estaba dispuesto a permitir otro desafuero de su representada; cerebral y sudoroso, diseñó una estrategia.
El confidente del gordo —el libretista frustrado de la telenovela protagonizada por Amanda— no paró de reír con sonoras carcajadas.
La comunicación, como siempre, llegó y finalizó vía celular.
—Maestro, con la historia de ese huevón tiene material para una telenovela —sugirió el gordo.
—Veré. Pero no creo que dé para el rating… —respondió el libretista despreciativamente.
—Ya puse en marcha un plan con una idea que revolucionará la televisión. Usted se sumará a él irremediablemente. Será la historia nunca antes contada de unos protagonistas de novela —dijo Bola de Nieve animándolo antes de colgar.

En el estudio, previamente acondicionado por Amanda como habitación principal para el nuevo jefe de la servidumbre, Manuel guardó la tijera y el álbum de fotografías. En un lugar de su cartera escondió la cabeza cercenada de la futura difunta. En el reducido espacio comprobó cómo la vida siempre terminaba por arrinconarlo. El pasado seguía vivo en la memoria y en el sentimiento del inmodificable recuerdo. Se puso el uniforme usado por el negro de la carcajada; le quedaba grande. Lo ajustó con algunas puntadas. Un lacito abotonó el cuello de su camisa blanca. Se descubrió mirándose en el espejo de una peinadora antigua; intentó borrarse con el vaho de su boca. No podía renunciar a su deprimente estampa. Estaba condenado a ser lo que inevitablemente era. Su cabello comenzó a caerse nuevamente; a cada movimiento de su cabeza, una hoz parecía talarlo de raíz.
—Es verdad, he debido ser el payaso de un circo —musitó desolado.
Cerrando la pesada gaveta de la peinadora, se encontró con otro álbum de igual tamaño entre el olor de la naftalina; lo tomó y abrió sus páginas amarillentas. La memoria de otra persona atravesó y centró su curiosidad. En una serie de fotografías, en blanco y negro, un apuesto caballero del siglo diecinueve, también actor, acompañaba a Amanda con poses amorosamente sugestivas. (¿Cómo hizo la actriz para retratarse en una época remota? ¿Era un montaje? ¿Fue intencional el «abandono» de ese álbum dentro de la gaveta? ¿Quién lo puso allí?) El colmo fue descubrir en el primer nombre del otro, John Wilkes Booth, su actual seudónimo artístico. Nombradía falsamente original asignada por Amanda. Ahora maldijo llamarse John.
Reo de los celos, se dispuso a romper el álbum del desconocido rival; sorpresivamente, en la última página, una reseña periodística detuvo su intención. El caballero había muerto «en extrañas circunstancias», acorralado entre el fuego de un establo y el disparo de un estúpido soldado yanqui, quien lo perseguía junto con otros por haber asesinado en un teatro al presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln. La nota de prensa no abundaba en precisiones. Manuel cayó en cuenta cuando una aguja de pánico lo atravesó: sabía de esa biografía. Miró en torno, detalladamente. La habitación estaba acondicionada como la alcoba de una casa del viejo sur americano. (¿Los objetos eran parte del desorden de una arrumada y vetusta escenografía de una telenovela?) Su distribución tenía una significación, un oscuro sentido ignorado por Manuel. Sosegado, una idea le asaltó en un destello de lucidez, desinflándose así, de improviso, la química del horror.

Sentado al borde de la cama, Manuel está escribiendo su relato. La asfixia va cediendo y sus músculos abandonan la depresiva tensión de sus nervios. Luego, con un lápiz de punta fina corrige algunos párrafos de este capítulo (el que tienes en tus manos, lector), sin percatarse, en los próximos por escribir, de la revelación de un hecho insólito (¿otro crimen?) protagonizado junto a su hermano en el pasado, bajo el influjo de aquella confesión hecha por su padre antes de marcharse a la tumba con un cáncer prostático. El trágico acontecimiento, supuestamente tapiado por el olvido, busca repetirse en un presente artificial, casi con matemática precisión.
La tarea anónima de redactar capítulos biográficos tanto de él como de sus parientes cercanos y lejanos convertiría a Manuel en un detective de su vida y la de los demás; asimismo, y sin proponérselo, en un perseguidor de inconfesables misterios; un arbitrario al incluir en los pasajes existenciales, incisos, reflexiones y pensamientos suyos. En su estrenada labor, Manuel no pretendería ser un escritor profesional, aunque le excitaba la idea de escribir sólo para sí. Nunca para la televisión.
Esa simple vanidad sería su más oprobiosa condena, porque al final del camino el mismísimo Dios lo estaría esperando.
















No hay comentarios:

Publicar un comentario

Hambre en el trópico: Teatro del apocalipsis (Spanish Edition) Tapa blanda – 5 Octubre 2021 Edición en Español de Edilio Peña (Author)

 https://www.amazon.com/-/es/Edilio-Pe%C3%B1a/dp/B09HPDZ94N/ref=sr_1_1?__mk_es_US=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&keywords=hambre+en+el+...