EL ACECHO DE DIOS
1
La
pesada sombra del águila se posaba sobre aquel profesor las veces que pasaba
frente a la casa amarilla y veía a la niña, como a una semilla de mujer
germinando entre la tierra húmeda del jardín. Hija única de una pareja joven,
vecina del acucioso observador y su esposa, quienes vivían en una urbanización
de casas idénticas. Sin embargo, ambos matrimonios apenas se conocían. Sólo se
encontraban en las tensas reuniones del condominio y cuando se topaban por
casualidad un mezquino saludo los hacía sonreír de manera forzada. La realidad
para aquellas familias era un roce eventual sin posibilidad de encuentros más
profundos. Además, la necesidad de conocerse todavía no se había instalado en
ninguna de ellas. Un interés ajeno sustraía, de ese vecindario, la propiciadora
familiaridad. En esa urbanización, sus habitantes se trataban como un estorbo
en el camino. Sabían que convivir con la gente era exponerse a la insidiosa
fantasía y a la especulación del chisme. Un horror que pocos lograban paliar
una vez desatadas las lenguas. El teléfono o el celular se blandían como el
instrumento perfecto para asesinar con palabras a los otros. El crimen
cotidiano que la vergüenza en vela se negaba a expiar.
Esa
mañana el profesor universitario logró ver a la niña con marcada diferencia,
desvinculada de las anteriores miradas que había tenido para con ella. Esta vez
la distancia o el destino lo aposentaron en un mirador singular. Los
binoculares guardados con celo no le hubiesen sido suficiente para alcanzar a
ver, en el marco del asombro y la nitidez, lo nuevo y especial inaugurándose
frente a sus ojos. La niña de cabellos dorados parecía estar desnuda en los
predios del paraíso, con sus pies diminutos y lozanos, hundiéndose lenta y
feliz en el barro de una noche lluviosa. Un arcoíris resaltaba su predestinada
existencia, mientras el último velo de la neblina con la cual se despide la
aurora, la abandonaba al poder del cautivado observador.
Entonces,
cuando los primeros rayos del sol se disponían a incendiar la precaria realidad
de su vida adulta, el profesor tuvo un irrefrenable deseo de hacer de la
inocencia más pura, la que ahora jugaba en el jardín con una rosa, un ser
completamente suyo. El fango hacía de la belleza una entidad deslumbrante,
venusina: exaltándola como una imagen nunca antes vista. Una obra de arte no
hubiera podido comparársele. La imagen contemplada por ese solitario del alba
ardía en el lugar más recóndito de su ser. Era la pulsión de un pasado remoto dispuesto
a repetirse a través de su protagonismo. Él no lo sabía, así como nadie habría
de saber lo que el futuro estaba por depararle con su inaplazable certeza. El
sentimiento indefinible y obsesivo del profesor, desencadenado por la presencia
de la niña en esa ocasión excepcional, habría de ser la herida de un puñal en
la carne del tiempo, en esa celda oscura de la mente donde el secreto deseo de
lo que más se quiere hacer, está prohibido revelarlo a los demás.
Cuando
los ojos azules de la pequeña correspondieron a la mirada del profesor con ese
dejo de misterio que prodiga la ternura acariciada, éste tuvo el pálpito de ser
prisionero de una historia ya acontecida, pero hasta ahora no contada por
nadie.
Furtivo,
con una cámara fotográfica digital, el profesor retuvo por unos segundos la
secuencia del milagro. Imágenes a ser preservadas para la eternidad por esa
máquina que copiaba la memoria.
—Me
gustaría tener una niña como ésa —dijo en alta voz el hombre, y su obesidad fue
encarcelada por el volante y el asiento del Jeep estacionado.
Sentada
a su lado, su esposa se estremeció al oírlo. La luz del sol estalló frente a
los ojos de Olivia. Quiso huir de su incandescencia y, desafiante, giró la
cabeza tras el objeto de embeleso de su marido. Fulminada por el rayo de su
mirada, la niña desapareció. La mujer supuso que la diminuta beldad era el
engendro de una mente alucinada. Picada por la rabia de los celos, la esposa
imaginó ser una serpiente de coral, para anidar en el jardín de sus vecinos.
Tentada por el símbolo del mal, la endemoniada quiso morder con sus filosos
colmillos la manzana pretendida por la mirada de su esposo. Inocular, en la
tierna carne de la víctima, su devastador veneno.
Las
pupilas del profesor se dilataron y sus manos se aferraron al volante cuando
vio que la niña se había caído entre las espinas del rosal. A través del espejo
del retrovisor, vio su cara desdibujada. El barro la había convertido en una
máscara babosa e inexpresiva, haciéndola presa fácil de la desilusión o el
desencanto. El profesor pretendió bajarse del vehículo e ir a socorrerla, pero
contuvo la imprudencia a la que conduce la emoción. En ese momento, su mujer lo
sujetó por un brazo y lo apuró a salir pronto de la urbanización. En un ahogado
ronroneo del motor, el conductor puso en marcha el Jeep. Salió a toda prisa del
estacionamiento; a lo lejos, creyó oír un grito tras él; éste lo alcanzaba y
golpeaba su mejilla asomada por la ventanilla. Sus oídos no pudieron distinguir
si el ángel urgía su verdadero nombre o no.
—«¿Ese
grito no sería el primer llamado de Dios?» —se preguntó pensativo el también
Testigo de Jehová—.
—No
puedo darte lo que una vez me pediste. A mí edad es imposible tener hijos —dijo
la esposa, con un sentimiento de pena y arrepentimiento, recordando una promesa
incumplida.
—Ya
no quiero que me des un hijo, sólo digo que me gustaría tener una niña como
esa.
—Es
un imposible. Esa niña no podría ser tuya. No eres el padre ni yo soy la madre
—insistió, impotente, la cónyuge.
—Estás
equivocada, mujer. Algunos seres llegan a ser más nuestros en el deseo que en
la propia realidad.
—Estás
loco.
Las
ruedas del desvencijado Jeep se deslizaron, torpes, por la avenida principal, y
a la salida de la ciudad de la Cordillera tomaron un desvío ascendente hacia el
legendario Valle, lugar de ensueño y
refugio los fines de semana para los más desdichados de la urbe, trayecto de
repentinos derrumbes de una montaña blanda, riesgo para desconocidos y desprevenidos.
Ahora, la senda lucía despejada, aunque la carretera con los restos de un
aguacero nocturno, permanecía bajo la amenaza del peligro y lo siniestro. Una
mancha de aceite se confundía con el agua. Enormes rocas acechaban en la cúspide
de la montaña, y en la propia masa arcillosa y amarillenta de su falda, se
asomaban forúnculos pedregosos a punto de reventar y saltar sobre la estrecha
carretera.
Un
vaho se fue posando en el vidrio delantero del Jeep. El profesor activó el
limpia parabrisas, pero éste, oxidado y desajustado como el desmembrado dedo de
un robot, arañó la dura textura del cristal con un chirrido de goma y metal.
Una
huella de buril se fijó grabando la violenta y determinante firma de una
sentencia. El hombre y la mujer no se hablaron en el viaje de curvas y desvíos.
El mutismo concentraba al profesor en la preservación de la imagen de la niña.
Ignorante, su esposa se ocupaba en colocar dos botones negros a la cara de una
muñeca de trapo acunada en su regazo. Una aguja cumplía la incesante labor de
ensartar y coser, con el fino hilo del silencio, los albores de una misteriosa
trama. El abismo orillaba a la pareja en el vértigo de la muerte. La
indiferencia o la ignorancia les impedían advertirlo.
El
verdor del paisaje y el agua del río resistían el poder acumulado de la
neblina. Y, sin avisar, las espadas del sol hendieron el último manto blanco
que arropaba el vasto panorama del Valle. La herida dejó brotar la claridad. El
Jeep se detuvo frente a un portón de hierro con características góticas, enigmáticas.
Era la entrada del lugar de recreación y albergue de la comunidad religiosa
«Los Testigos de Jehová», a la que pertenecían el profesor y su esposa. Un
vigilante armado con una escopeta, manco y con cara de trasnocho, los saludó,
dejándolos pasar con un prolongado bostezo.
La
laguna llena de lirios, garzas y patos salvajes, centraba el esplendor de la
naturaleza. El aliento de los búfalos se abría paso entre la alta hierba de un
pastizal. Era domingo y el cie- lo ofrecía un azul plomizo, asediado por negros
nubarrones. En el fondo, un edificio de dos plantas con ventanales y una puerta
cerrada con rejas y candados albergaba a niños que la compasión religiosa había
recogido en la calle. Un internado donde se les enseñaba oficios artesanales,
artísticos y agropecuarios, así como a conquistar la espiritualidad entre el
deber y los rezos. El bullicio de sus voces salpicaba el ambiente bucólico del
paisaje, como si ése fuera el último acto de rebelión de una infancia
abandonada. Sobre la azotea del edificio, un cartel ostentaba un triángulo y
dentro de él, la mirada de un ojo inquisitivo se imponía. En letras negras, una
frase se podía leer: Dios te mira.
Al
estacionarse el Jeep debajo de un árbol frondoso, una algarabía de pájaros negros
fue precedida por la detonación de un arma de fuego. El vuelo alto alejó a la parvada
de la vista del oteador.
El
obeso cuerpo del profesor descendió del Jeep con ineludible dificultad motora.
Su esposa ocupó el asiento del chofer y sintonizó en la radio la estación de su
comunidad religiosa.
—Te
buscaré al mediodía, Popi —se despidió la mujer, sujetando la mano de la muñeca
de trapo.
¡Basta,
no me llames así! —gritó indignado el profesor universitario.
—Bueno,
no abuses de los ejercicios. No estás en edad para cometer locuras.
Mirando
alejarse el Jeep, el testigo de Jehová lamentó haber dejado su cámara fotográfica
escondida en el interior del vehículo. Rogaba porque Olivia no se le ocurriera
curiosear. Creía no haber sido visto en el fugaz momento en que tomó las fotografías
a la niña, ni cuando con astuta rapidez, ocultó la cámara debajo de la
mugrienta alfombra del asiento del piloto.
El
profesor no toleraba se sustituyera su nombre verdadero con el de un payaso.
Inclusive, su nombre le recordaba más al de la caricatura televisiva que al del
propio clásico griego. Hoy en día, Homero sólo toleraba que lo llamaran Popi
cuando actuaba en algunas representaciones circenses eventuales.
La
escuela primaria fue la época en la que Homero más lloró su infortunio
corporal. Sus compañeros de clases se comportaron implacablemente con él, al
convertirlo en el hazmerreír del aula con más de un remoquete imborrable. La
adolescencia lo maltrató con los complejos que reafirmaron el acné y la
indiferencia de las muchachas más bonitas. Si no hubiera sido por una burra, su
despertar sexual no habría tenido el desahogo apropiado en esa edad temprana de
la adultez. Al recordar su primer amor, aún hoy, un rebuzno placentero resuena
en sus oídos.
Homero
lamenta haber traicionado y corrompido su primer sentimiento sublime. Ese que
le había dado la bestia y no los humanos. Todavía hoy, no se perdona haberla
alquilado a sus compañeros de clase por una simple moneda, para convertirla en
el ser más despreciable a la que se somete la degradación femenina. Cuando no
lo volvió a ver, la burra comenzó a extrañarlo y, rebuznando, se dirigió a la
escuela donde se hallaba su pupilo. Con los dientes, lo tomó por la camisa y lo
levantó del pupitre, sacándolo del salón de clases entre la algarabía de sus
compañeros. El niño no le perdonó jamás a la burra la enorme humillación al
darle un sonoro beso frente a la más bonita del aula.
En
las guerrillas, sus camaradas comenzaron a llamarlo Popi, aunque a Homero no le
importó la burla del grupo en armas, porque en esa circunstancia su historia
personal debía ser borrada en favor de los intereses del partido. En una asamblea
pidió la palabra y con una argumentación descabellada refrendó la burla de sí
mismo para distraer a sus camaradas. Todo por el bien de la revolución. Su
consuelo lo constituía el saber que la épica se alimenta del valor perverso de
los héroes, así como de la burda imperfección de sus seguidores. No se detuvo a
pensar que entrando en la adolescencia, había decidido formar parte de una
escaramuza más bien protagonizada por caudillos y no por héroes
Homero
se vistió con unas licras negras y se activó en su mente la película de los
recuerdos ingratos. Tratando de detener la proyección retrospectiva, ajustó su
gorra con dos lenguas de tela verde que cubrían sus orejas. Sin embargo, no
pudo detenerla. El film de su memoria lo llenó de ira y resentimiento. Trató de
encomendarse a Dios en un rezo culposo y, en voz alta, invocó un fragmento del
Salmo veinticinco de la Biblia.
—Muéstrame,
Oh Jehová, tus caminos; enséñame tus sendas. Encamíname en tu verdad. Y
enséñame, porque tú eres el Dios de mi salvación.
Se
sentó en una piedra y hojeó las páginas de un libro sobre el arte de trotar.
Repasó los diferentes planes para convertirse en un trotador de fondo. Hizo
algunos ejercicios de estiramiento. Desde el internado, alguien que lo conocía
le envió, por un megáfono, un saludo. En silencio, Homero le mentó la madre al
intruso. Miró a los lados. No habían llegado sus demás compañeros para iniciar
el entrenamiento pautado: trotar diez kilómetros alrededor de la laguna. Una
rutina que lo conduciría a la nueva meta por la cual ahora apostaba con fervor:
ganar el maratón de Nueva York. ¿Otra de sus fantasías? Sustituta
circunstancial de aquel sueño insurreccional adolescente de querer tomar el
poder por medio de las armas y no por los votos. Desdicha acrecentada por sus
jefes porque no contaron con el suficiente instrumental de inteligencia militar
y astucia política. Cuatro décadas después, Homero no sabía si el fracaso
revolucionario de su generación se debía a la edad temprana de los sueños o a
la falta de talento para concretarlos.
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